El de Breslavia (Wroclaw en polaco) es uno de los mejores, según las guías. El escenario es maravilloso: la enorme, y no por eso menos bella, Plaza del Mercado (Rinek), al pie de un ayuntamiento que parece encaje de bolillos en piedra. Los cientos de casetas, con ofertas de todo tipo, conviven con las atracciones de feria, las cervecerías y las enormes parrillas en las que se prepara una gran variedad de salchichas y embutidos, que consumían sin descanso los miles de personas que esa tarde de sábado se habían congregado allí. Lo típico es tomar una jarra de vino caliente y especiado, que ayuda a combatir el frío, pero que, fuera de lo exótico, resulta poco atractivo para quienes no estamos acostumbradas. Si era estupenda una salchicha enorme, cuyo nombre no recuerdo (la variedad de salchichas y embutidos es mareante) que tomamos, recién salida de la parrilla, con una gran rebanada de pan de centeno. La acompañamos con una de las cervezas locales, que son muy buenas.
Curioso, el queso con formas picudas, sin mucho sabor, pero que parecía muy apreciado por los polacos, porque se vendía en muchos puestos
Gastronomía en Breslavia
En realidad, no han sido los atractivos gastronómicos los que me han llevado a Breslavia. Pesaban más el precio del billete (25 euros ida y vuelta) y que me venía bien cambiar de aires por unos días. La ciudad merece el viaje, aun con billetes más caros. Pero esto no es una guía turística, así que vamos a hablar de comida.
Lo primero el mercado central, un sólido edificio brutalista en ladrillo y hormigón, construido en la etapa en que esta ciudad formaba parte del imperio prusiano. Para un español, llama la atención la ausencia de pescaderías. No había ni una sola.
En cambio, abundaban los puestos de frutas y verduras, en los que la reina es la manzana, de distintos tipos, pero, sobre todo, una de vivos colores rojos, jugosa y dulce, que allí se consume mucho. Manzanas aparte, de estos puestos me traería el gran surtido de frutas del bosque acabadas de recolectar, no como las de conserva o congeladas que nos vemos obligadas a consumir aquí. También abundan las setas, pero, como el frío adelante el fin de la temporada micológica, eran desecadas. En las carnicerías, bien surtidas, no falta nunca una muy amplia oferta de embutidos y salchichas.
La nota exótica la da “Pata negra”, el puesto (quizá habría que decir parada, porque el dueño es catalán) de jamón ibérico, aceite virgen de Cazorla y queso manchego, que, al parecer, surte de estas exquisiteces, que allí resultan caras, a los mejores restaurantes de Breslavia. Fue su dueño, que lleva 20 años en la ciudad vendiendo productos españoles, el que nos recomendó el restaurante Jadka: “un restaurante polaco y con sustancia”, vino a decir, previniéndonos de la moda de comida fusión y estrellas de Masterchef, que también ha llegado a Polonia y que, al parecer, no era mucho de su agrado.
La recomendación fue buena. En una sala con paredes de ladrillo visto, pero decoración elegante nos dimos una cena estupenda de la que me quedó en el recuerdo una excelente pechuga de ganso (una carne rara en España, pero habitual en Europa central) asada y con guarnición de lombarda, puré de patata y salsa de grosella.
Habíamos empezado con un aperitivo de carpa ahumada (apenas se consumen pescados que no sean de rio) con pepinillos, sorprendentemente delicada, y unas rilletes de oca en escabeche muy ricas.
Deliciosa también la lengua de vaca estofada, que pidió mi amigo Jorge, tierna y con un aroma de hibisco que la hacía muy interesante.
El único pescado de mar de la carta, un lenguado con una suave mantequilla de ajo y puré de azafrán, estuvo a la altura de lo precedente.
La cocina popular
El día anterior habíamos comido en un restaurante popular de la zona de la universidad, Kociolek, donde nos sirvieron un buen goulash y un sorprendente caldo, trasparente como agua de manantial, pero de un sabor delicadísimo.
Muy adecuado además para reponerse del frío que traíamos de la calle, en la que, desde las ventanas, veíamos caer una gélida aguanieve. Los populares pierogi, que también pedimos, pasaron sin pena ni gloria.
Pero, para mi, el momento gastronómico del viaje fue el desayuno en un agradable café de la isla de las catedrales, donde la repostería, de elaboración propia, alcanzaba un nivel muy alto. Lo mejor, un bizcocho de chocolate, con frutas del bosque, que estallaban en la boca, como esas esferificaciones que tanto brillaban, hasta hace poco, en los restaurantes españoles de postín.
En las vitrinas se veía una gran variedad de tartas igualmente atractivas, pero todo no se puede probar.
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