Hay quien dice que el Pedro Ximénez es algo más que un vino para acompañar los dulces en el postre: es un postre en sí mismo. No es ninguna exageración: una copa de este vino oscuro, denso y dulce como ninguno, puede ser el mejor colofón a una buena comida. No hace falta más.
El Pedro Ximénez es un vino singular ya desde la recolección. Cuando los vendimiadores cortan los racimos de la cepa, no los llevan a la bodega, sino que los ponen a secar al sol. Así pasa una semana, hasta que sus uvas, las enigmáticas uvas Pedro Ximénez, pierden agua y se convierten en pasas. Sólo después se procede al complicado proceso de estrujado y prensado, que no tiene igual en otros vinos: hasta cuatro veces se estrujan y prensan las uvas para sacarles el poco mosto que les queda. De cada cien kilos de Pedro Ximénez se consiguen 20 litros de vino. En los vinos normales, el Rioja, por ejemplo, con esa cantidad de uva se obtienen hasta 70 litros. Se trata por tanto de algo muy selecto y especial, como especial es todo lo que rodea a este vino.
Aunque una teoría poco fundada dice que fue un soldado de los Tercios de Flandes el que trajo el primer sarmiento de Alemania, la verdad es que nadie ha conseguido que las cepas de Pedro Ximénez arraiguen en otras zonas que no sean las soleadas comarcas del interior de Andalucía, básicamente en el marco Moriles-Montillas, al sur de Córdoba.
No es menos especial que de unas uvas blancas de piel delicadísima salga un vino que puede llegar a ser negro como el ébano. Su envejecimiento es un proceso que sólo los iniciados son capaces de llevar a cabo. Nada de ponerlo en una barrica durante unos meses. Para empezar, en este mundo del Pedro Ximénez, como ocurre con el Jerez o las manzanillas, las barricas se llaman botas y son el doble de grandes (500 litros) que las que se utilizan en las bodegas más convencionales. Y nuestro mosto, dulce y aromático como pocos, va pasando de unas botas a otras y mezclándose con vinos más antiguos, según un esquema que sólo el capataz (tampoco se llama enólogo) lleva en su cabeza después de años y años de experiencia.
En las bodegas del Pedro Ximénez como en las del marco de Jerez, el capataz, habitualmente un hombre con pocos estudios pero que ha echado los dientes en la bodega, es la pieza clave. Dicen que en Jerez, es más importante que el notario. Y es el capataz el que decide cuando se saca el vino al mercado, normalmente después de pasar unos cuantos años de trasiego por las botas en la penumbra de las bodegas de Montilla-Moriles o de Jerez.
Y hasta en eso es especial. El Pedro Ximénez, como los distintos vinos de Jerez, se vende en unas botellas oscuras con un diseño que no tiene ninguna otra en el mundo. Y ambos se beben también en unas copas exclusivas: los catavinos. A nadie se le ocurriría tomar uno de estos vinos en esas hermosas copas Riedel que tan bien van para los demás.
Enfría una botella de Pedro Ximénez, toma uno de esos catavinos, sírvete un poco (llenar la copa de algo tan exquisito sería indelicadeza) y degústalo junto a un buen postre dulce o un chocolate amargo. O sólo. Se sobra y se basta para culminar la mejor de las comidas. Toma una copita o dos, disfrutalas, y vuelve a meterlo en la nevera, porque el Pedro Ximénez, a diferencia de otros, no se estropea a los pocos días de abierto.
Aunque, a veces, se venda bajo marcas de apellido inglés (Osborne, Terry, Domecq, Garvey…) es, quizá, el más grande de los vinos españoles. Pero eso no quiere decir que sea caro. Lo hay muy bueno, a precios asequibles. Por eso, no tengáis miedo de usarlo para hacer esas reducciones de Pedro Ximénez que tan bien acompañan un foie, a un solomillo ibérico o a un helado. O en pasaros al vinagre balsámico que ahora se hace con este vino, mucho mejor que los de Módena de todo a cien que venden en nuestros supermercados.
Ahora lo escriben PX y parece una de esas abreviaturas intraducibles que se han inventado los jóvenes para que les quepan más palabras en un SMS. Pero se trata quizá del mejor vino dulce del mundo. Es el Pedro Ximénez.
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