En Argentina o Cuba es la torreja, que sin duda llevaron allí los emigrantes gallegos. En Portugal y Brasil se les llama "rabanadas” y son un dulce típico de la Nochebuena. En el norte del país vecino se las empapa en vinho verde branco, ese caldo pálido y sin grado que tanto gusta a los turistas españoles.
En Alemania reciben el nombre de “arme ritter” (caballeros pobres) y en Inglaterra “poor knights of Windsor” (pobres caballeros de Windsor). Incluso en Rusia hacen torrijas como las que elaboramos hace dos semanas en nuestra cocina. Al final, con diferentes nombres y ligeras variantes en la receta, la torrija está en la gastronomía de muchos países.
Todas son deliciosas, pero a mí, la española me sigue pareciendo una de los mejores. Quizá porque se suele freír con nuestro extraordinario aceite de oliva. Debió ser ese sabor especial de los fritos en aceite lo que hizo que al crítico de The New York Times la torrija le recordara al churro: “Tan jugosa como un budín de buen pan, casi tan rica como un flan, tan crujiente como un churro”, escribió sorprendido.
No he encontrado datos de su aparición en las mesas españolas. Seguramente, como tantos otros platos clásicos, la torrija fue la decantación de sencillas elaboraciones domésticas que tenían como finalidad aprovechar un alimento casi sagrado como el pan. Lo que si parece es que fue muy popular en el siglo XIX, y que no estaba ligada a la Semana Santa, sino que solía ser un postre de fiesta: las familias guardaban el pan que sobraba en días precedentes y con él elaboraban torrijas para cerrar en dulce las comidas de una mayor solemnidad. También se vendían en las tabernas. Según Antonio Díaz Cañabate, las mejores eran las de la Taberna de Antonio Sánchez, la más antigua de las que siguen funcionando en Madrid. Tenían tal fama que llegaron a venderse más de dos mil diarias.
No creo que vendan tantas en Sylkar donde dicen que hacen ahora las mejores torrijas de Madrid.
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En Alemania reciben el nombre de “arme ritter” (caballeros pobres) y en Inglaterra “poor knights of Windsor” (pobres caballeros de Windsor). Incluso en Rusia hacen torrijas como las que elaboramos hace dos semanas en nuestra cocina. Al final, con diferentes nombres y ligeras variantes en la receta, la torrija está en la gastronomía de muchos países.
Todas son deliciosas, pero a mí, la española me sigue pareciendo una de los mejores. Quizá porque se suele freír con nuestro extraordinario aceite de oliva. Debió ser ese sabor especial de los fritos en aceite lo que hizo que al crítico de The New York Times la torrija le recordara al churro: “Tan jugosa como un budín de buen pan, casi tan rica como un flan, tan crujiente como un churro”, escribió sorprendido.
No he encontrado datos de su aparición en las mesas españolas. Seguramente, como tantos otros platos clásicos, la torrija fue la decantación de sencillas elaboraciones domésticas que tenían como finalidad aprovechar un alimento casi sagrado como el pan. Lo que si parece es que fue muy popular en el siglo XIX, y que no estaba ligada a la Semana Santa, sino que solía ser un postre de fiesta: las familias guardaban el pan que sobraba en días precedentes y con él elaboraban torrijas para cerrar en dulce las comidas de una mayor solemnidad. También se vendían en las tabernas. Según Antonio Díaz Cañabate, las mejores eran las de la Taberna de Antonio Sánchez, la más antigua de las que siguen funcionando en Madrid. Tenían tal fama que llegaron a venderse más de dos mil diarias.
No creo que vendan tantas en Sylkar donde dicen que hacen ahora las mejores torrijas de Madrid.
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