Según la economista norteamericana Deirdre McCloskey, en 1900, una familia media americana dedicaba 44 horas semanales a preparar la comida. Ni que decir tiene que casi todo el peso de este trabajo, por no decir todo, recaía en las mujeres de la casa. Y aunque la doctora McCloskey no lo diga, cabe pensar que había sido así desde siempre. Sin embargo, en el siglo XX las cosas cambiaron rápidamente, impulsadas tanto por el avance técnico (cocinas eléctricas y de gas, microondas, ollas a presión, etc.) como por la incorporación de la mujer al trabajo, que sencillamente hacía imposible que pudieran pasar tanto tiempo entre fogones, por más que Santa Teresa proclamara que también entre los pucheros está el Señor. En 1960, el tiempo medio que una familia dedicaba a preparar la comida había caído a 10,5 horas semanales y en 2008 se empleaba poco más de una hora al día, en el caso de las familias de menos ingresos, porque las de ingresos más altos sólo le dedicaban media hora diaria. Los datos, como digo, se refieren a Estados Unidos, pero en España la situación es muy similar: según el estudio realizado por la consultora GfK, los españoles dedicamos a cocinar 6,8 horas semanales, un tiempo en el que, como mucho, da tiempo para preparar unos bocadillos y el desayuno, aunque aquí somos muy amigos del café en el bar, con churros o una tostada con tomate.
En resumen, cada vez son menos las personas que preparan su propia comida, ya sea por comodidad o por falta de tiempo. Ya no está vigente la sintonía de aquel mítico y pionero programa de Elena Santonja: “siempre que llegas a casa, me encuentras en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa…” La pereza ante la cocina ha disparado el consumo de alimentos preparados; la falta de tiempo hace que cada vez sean más las personas que comen fuera de casa. Según una encuesta de Edenred, la empresa inventora del conocido Ticket Restaurant, un 72 por ciento de los trabajadores españoles (no se incluyen jubilados, niños ni personas sin trabajo) come fuera de casa. Y en las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, el porcentaje sube más de 10 puntos, porque las distancias hacen todavía más difícil regresar a casa en la pausa del almuerzo.
En definitiva, en un país donde los programas de cocina rompen índices de audiencia en las televisiones, en el país de los grandes chefs, en uno de los baluartes de la dieta mediterránea, dentro de poco se nos habrá olvidado cocinar. En Londres, una inmobiliaria, promociona ya pisos sin cocina.
Pero, quizá no haya que preocuparse tanto.
Hay muchos indicios de que la cocina, más que un trabajo rutinario y diario, destinado a cubrir las necesidades alimenticias de las personas, se está convirtiendo cada día más en un hobby, una forma de disfrutar de la vida. Según una estadística publicada por la página Statista, un 13 por ciento de los españoles cocina diariamente por diversión y otro 32 por ciento se pone el delantal al menos una vez por semana para disfrutar y hacer que disfruten familiares y amigos. Y si no se cocina más no es por falta de ganas: el estudio de GfK que citábamos antes señala que casi tres de cada diez españoles y españolas (aquí no hay muchas diferencias por sexos) son apasionados de la comida y de cocinar. Y entre los millenials aumenta la afición, día a día: el 42 por ciento asegura en una encuesta que les encanta la cocina, casi 15 puntos por encima de sus padres.
Dominguero fue una palabra que se acuñó en los años 60 para nombrar a esas personas que, llegado el último día de la semana, montaban de mañana en su “Seiscientos” y se extendían como plaga de langosta por las zonas rurales, que ya entonces comenzaban a despoblarse. Con todo cariño, creo que pronto podremos llamar domingueros a esos miles de amantes de la cocina que, llegado el fin de semana, se ponen el delantal y, cual modernos alquimistas, tratan con todo su amor de proporcionar excelsos placeres gastronómicos a la gente que quieren.
Aunque, a veces, se les queme el asado.
A ver qué dice la RAE.
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