Las monarquías española y portuguesa se pasaron todo el Siglo XVI peleando en los mares, islas y costas del lejano oriente. Aunque en la península guardaban las formas y Carlos V se casaba con Isabel de Portugal, a la que siempre amó encendidamente, en los cientos de archipiélagos del Pacífico y el Indico, libraban feroces batallas por el control de las especias: más valiosas que el propio oro.
De hecho, cuando Colón zarpó para las Indias, era eso lo que pretendía encontrar: especias. Bueno, también oro, plata, piedras preciosas… pero en sus diarios de viaje se refleja como, en cada lugar que recalaban, mostraban y daban a oler a los indígenas diversos tipos de especias, para saber si crecían allí.
Colón, como los capitalistas que financiaron su flota, pretendía llegar por la vía de Occidente a las Islas de las Especias, de donde los portugueses traían, dando la vuelta por el cabo de Buena Esperanza, grandes y valiosísimos cargamentos que luego vendían a precio de oro. No consiguió su propósito porque se encontró con América, pero le costó reconocerlo y cuando, a la vuelta, se presentó ante los Reyes Católicos en el Salón del Tinell, en Barcelona, además de algunas pepitas de oro, piedras preciosas y unos indígenas que había capturado, les entregó un surtido de especias que, enseguida, hicieron torcer la nariz a los entendidos: aquello ni olía, ni sabía como las auténticas, las de los portugueses. Realmente la única que trajo, y esa no la había en el lejano oriente, fue la vainilla de Jamaica.
La obsesión de Colón era explicable: en aquella época un kilo de especias valía muchísimo dinero. De hecho, la corona portuguesa que controlaba su comercio, se había convertido en una de las más ricas de Europa y por Lisboa merodeaban los príncipes casaderos: la princesa Isabel, además de guapa como se puede ver en el retrato de Tiziano, en el Prado, era el mejor partido que se podía pensar. Carlos V tuvo la inmensa suerte de ser el elegido.
No es del todo exacto pensar que el alto valor de las especias se debía al uso y abuso que de ellas se hacía en la cocina medieval y del Renacimiento para camuflar el mal sabor e, incluso, olor de carnes y pescados mal conservados. Algo de verdad había en ello, pero los precios desorbitados que llegaban a alcanzar las convirtieron, sobre todo, en artículo de ostentación y lujo. Una mesa bien especiada era símbolo de poderío económico, y la canela, la pimienta, el cardamomo y, sobre todo, el clavo señalaban como triunfador a quien las ofrecía en grandes cantidades a sus invitados.
Como sería la cosa que, a pesar de que Colón no las encontró, los inversores de la época, con la corona al frente, contrataron a Fernando de Magallanes, el Messi de la navegación, para que intentara de nuevo llegar por el oeste a las islas de las especias, también conocidas como las Molucas. Lo consiguió, pero murió en el intento y fue Juan Sebastián Elcano, el que se llevó la gloria de esa primera vuelta al mundo, que posiblemente no se hubiera emprendido sin el reclamo irresistible de las especias.
Hoy todo eso nos suena a un mundo de fábula y resulta inimaginable que esos polvos o hierbas, que encontramos en los estantes de los supermercados con una increíble variedad y a precios al alcance de todos los bolsillos, fueran en una época tan importantes como ahora es el petróleo.
Lo paradójico del caso es que, posiblemente, la especia más cara, hoy en día, es el azafrán, que crece a poco más de una hora en coche desde Madrid y a tres de Lisboa. He ahí un caso claro de justicia poética.
Para saber más
Jack Turner
Las Especias (Historia de una tentación)
Editorial Acantilado
Barcelona 2018
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario