Huesos de Santo, yemas de Santa Teresa, tarta de Santiago, coca de san Juan, consomé de San Humberto, huesos de San Expedito… Los nombre de santo han estado tradicionalmente ligados a numerosos platos de la cocina tradicional. Solían ser los que se consumían en la mesa, mejor surtida, de la fiesta de un determinado santo y, en su mayor parte, eran dulces. Otros platos, dulces también en su mayoría, terminaron por adoptar el nombre del convento en cuyo obrador lo elaboraban las monjas, casi siempre de clausura. Las clarisas son las que más han trabajado ese mundo de la repostería que se ha terminado conociendo como “dulces de convento”, aunque los más exquisitos que conozco, las yemas de San Leandro, son de un convento de Agustinas.
El caso es que el calendario religioso ha marcado tradicionalmente la aparición de platos y elaboraciones que se relacionan con una determinada fiesta. Actualmente se puede encontrar de todo cualquier día del año, pero no hace tanto, era prácticamente imposible encontrar turrón fuera de las Navidades, torrijas más allá de la Semana Santa u hornazos que no fueran pascuales.
Las Navidades y la Semana Santa, las fiestas mayores del calendario católico, son quizá las que ligamos más fácilmente con determinados platos o, sobre todo, dulces. Pero no podemos olvidarnos de otros muchos que solemnizan gastronómicamente distintos ciclos festivos. Por Todos los Santos son típicos los buñuelos, los huesos de santo o los panellets. En Alicante es tradicional la coca de San Juan; en Murcia se hacen paparajotes para el día de San José y en la madrileña Pradera de San Isidro, siempre fue costumbre comer rosquillas del santo, listas y tontas. Como hay sardinas asadas por San Juan, en Málaga, o pulpo a feira en Galicia por San Froilán.
Como decía, la Semana Santa y su prólogo cuaresmal son otro de los momentos que el calendario marca con una gastronomía más peculiar. La cuaresma, tiempo de sacrificio y ayuno, hizo muy popular el potaje de cuaresma que se comía y se come todavía en muchas familias los viernes de los cuarenta días que anteceden al día de la Pascua. Era la solución para no incumplir la prohibición de comer carne que la Iglesia Católica mantuvo durante mucho tiempo para ese periodo. Ayuno y abstinencia se decía. El resultado fue ese espléndido plato que reúne en maravillosa armonía garbanzos, alubias, espinacas, huevo duro y bacalao: ¿qué falta hace la carne?.
De otro rodeo sobre las ascéticas normas alimentarias cuaresmales debieron salir las torrijas, pan con leche endulzada, frito y chorreante de almíbar, capaz de tornar en pecado de gula lo que se quiso como virtuoso ayuno. Y para terminar la Pascua de Resurrección, con sus magníficos hornazos o monas de Pascua que se consumen en alegres romerías campestres aprovechando el buen tiempo de la primavera.
Dios aprieta, pero no ahoga, y seguro que no ve con malos ojos que finjamos ayunar a base de potajes, torrijas y demás exquisiteces. Teresa de Jesús, que además de santa era sabia, decía que Dios también está entre los fogones.
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