Sin duda son los campeones entre esas dulces tentaciones que parecen acechar al viajero al borde de la carretera. Mi padre no pasaba nunca por Guarromán (Jaén) sin comprar una plancha de los famosos hojaldres Moreno, una familia de pasteleros que siguen elaborando artesanalmente toda su producción. Pero podría traer, y de hecho traía, muchos otros dulces cuando regresaba de un viaje. Yo también suelo comprar corbatas de Unquera si vengo de Cantabria, aunque, a veces, opto por los sobaos pasiegos. No hay vez que pase por Guadalajara sin comprar los deliciosos bizcochos borrachos de pastelería Hernando. Y, desde Granada, hago un desvío para comprar los Piononos de Santa Fé, esos deliciosos minibocaditos dulces que siguen haciendo con la misma calidad que hace 130 años en casa Ysla, en la calle Real de la población. Como digo, eso de comprar dulces como recuerdo de viajes tiene una larga tradición. Las famosas tortas de Alcázar, se hicieron tan populares porque las vendían a los pasajeros de los trenes que hacían parada en ese importante nudo ferroviario. Ya no hace falta viajar en tren hasta Alcázar para comprarlas. Se pueden encontrar en muchos sitios y, si no, lo venden por internet. Pero a mí me gusta traer de Sevilla las deliciosas Yemas de San Leandro, que si voy a Ávila serán de Santa Teresa; comprar perrunillas en algún pueblo de Extremadura, mazapán en Sonseca o, aún mejor, en Soto. Y si paso por Astorga, mantecados, igual que si vengo de Osuna. Frutas de Aragón, panellets catalanes, o las Tortas de Inés Rosales que se venden en muchos supermercados pero que a mi me siguen trayendo recuerdos de los larguísimos veranos en Castilleja de la Cuesta. Hasta arroz con leche traería de Asturias, si fuese algo más sólido y transportable.
Mi gran decepción son los deliciosos Pasteis de Belem. Viajan muy mal desde Lisboa y llegan a casa menos apetecibles.
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