31 de marzo de 2014

Bacalao

















No hay alimento más cuaresmal que el bacalao. Su aspecto seco, austero e incluso adusto, casa perfectamente con ese tiempo de penitencia que para los católicos precede a la Pascua. Parece inventado para cumplir con el precepto de abstinencia de comer carne que rige en ese periodo. En tiempos fue un alimento barato y popular, lo que explica que pudiera añadirse a todos los potajes que tenían vetada la carne. Las tiendas de ultramarinos solían tener enormes pilas de bacalao que el tendero troceaba hábilmente usando la “bacaladera”. Incluso colgaban algunas de las piezas más hermosas en la puerta para anunciar el género. Como digo, era un alimento humilde para tiempos de escasez y, quizá por eso, cuando las cosas mejoraron, su consumo se redujo notablemente hasta el punto de que casi desapareció de los comercios. Desapareció, para volver tiempo después con muchas ínfulas, casi convertido en un producto gourmet: en las ciudades empezaron a aparecer “Casas del bacalao” e incluso boutiques y los precios se subieron por las nubes. También mejoró mucho el producto y volvió a las mesas más ilustres con todos los honores. Aunque se produce en Noruega y Terranova, los grandes consumidores de este producto en salazón somos los habitantes de la Península Ibérica, especialmente los portugueses, de cuya cocina se dice que consiste en 365 maneras distintas de preparar el bacalao: una para cada día del año. En los mercados tradicionales de Portugal es habitual encontrar un departamento dedicado exclusivamente al Bacalao y en sus ciudades en fácil dar con tiendas que se dedican exclusivamente a su venta. Allí las amas de casa lusitanas se provén del ingrediente rey para preparar esos estupendos “bacalhaus” a Braz, as Natas, a la Gómes de Sa… O al modo de Setúbal. No hay que olvidar que la patria chica de Mouriño hizo su riqueza salando los bacalhaus que llegaban de Terranova.

En España, el dato más antiguo de la captura de bacalao es de 1345, cuando se firma un tratado entre los Reyes de Inglaterra y España que autorizaba a los pescadores de Vizcaya a faenar en las costas de Bretaña previo pago de unas tasas. Desde entonces, los pescadores vascos abastecieron a todo España de ese bacalao que es la base de algunos de los platos más deliciosos de nuestra cocina. Se hace la boca agua sólo con citarlos: Bacalao al pil-pil, al ajo arriero, a la riojana, con sanfaina, o en el ya citado potaje de cuaresma. Por no hablar de la jugosa tortilla, la humeante porrusalda, la sabrosa empanada o los buñuelos, todos de bacalao.
O el bacalao a la bilbaína. En 1835, un comerciante de Bilbao que se llamaba José María Guturbay, encargó a una compañía inglesa 100 o 120 piezas de bacalao. La orden, que se trasmitió por telégrafo óptico (el eléctrico todavía no se usaba), no distinguió entre la o y el cero: "Envíenme primer barco que toque puerto de Bilbao 100o120 bacaladas primera superior". Y los proveedores ingleses hicieron llegar puntualmente al puerto de la capital vizcaína 1.000.120 hermosas bacaladas, que pusieron al asombrado Guturbay al borde del infarto. Era hombre de palabra y aceptó el pedido, consciente de que se estaba labrando la ruina porque no sería capaz de venderlo. Pero la suerte y los carlistas vinieron en su ayuda. Por esos días, la facción carlista del general Zumalacárregui puso cerco a Bilbao, y nuestro amigo Guturbay vio el cielo abierto: mientras duró el sitio y escaseaban los alimentos, vendió, seguro que a buen precio, su pedido y se hizo inmensamente rico. Hay quien duda razonablemente de que, a pesar de su reconocido buen saque, los 20.000 habitantes que por entonces tendría Bilbao fueran capaces de comerse todo el cargamento en los dos meses que pasaron hasta que Espartero rompió el cerco. Lo que si es cierto es que aquel humilde comerciante se hizo inmensamente rico y pudo invertir en el prometedor negocio del ferrocarril o en el todavía más seguro de la banca: fue uno de los fundadores del Banco de Bilbao. El y sus hijos fueron también gente generosa. Por ejemplo, donaron los terrenos sobre los que se asienta el hospital de Basurto. Cuando en 2007 se cumplieron 110 años del comienzo de las obras, un periódico vasco no dudo en llamarlo “El hospital del bacalao”.
Todo un negocio esto del bacalao. Y si no, que se lo digan a Casa Labra, la centenaria taberna de la madrileña calle de Tetuán que siempre está llena de clientes, atraídos como por un imán, con el reclamo de esas sabrosas tajadas de bacalao rebozado, que, a cada rato, aparecen recién hechas en rebosantes bandejas, que al momento quedan vacías. Imprimir

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