Estábamos visitando la
planta de embotellado de una moderna bodega en el sur de La Mancha, casi en
Despeñaperros, y entre los operarios que se movían por allí vi a uno con la kiphá, ese pequeño casquete con que muchos
judíos se cubren la coronilla y que es obligatorio para los varones en las
sinagogas. Luego me fijé que había dos o tres más con el mismo gorrito y pregunté a la persona que nos acompañaba. Me
explicó que exportaban vino a Israel y que los judíos ortodoxos exigen que se
elabore según sus preceptos religiosos. Es el vino kósher o casher, el único que pueden consumir los judíos si quieren
cumplir con las normas de su religión. Su elaboración debe ser controlada por
un rabino y nadie que no sea de esa religión puede tener contacto con el vino. Era
curioso ver como los operarios de la bodega se limitaban a indicar a los judíos
cómo funcionaba la embotelladora, pero ellos no podían tocar nada: ni las
botellas, ni los tapones ni las cajas. Ni siquiera el interruptor de arranque y
parada del tren de embotellado. “Ahora toca el verde” le decían al rabino, que
pulsaba el botón con luz verde y ponía en marcha ese curioso artefacto que son siempre
las máquinas embotelladoras. “Ahora el
rojo”, y el israelí paraba el artilugio. No sé si la máquina se cubría con la
kiphá, pero era la que en realidad hacía todo y la única que tenía contacto real
con el vino.
Es curioso cómo las religiones
dictan normas sobre la alimentación. Lo hacen todas: desde el hinduismo que prohíbe
comer carne de vaca, hasta el judaísmo o el islam que prohíben la de cerdo.
Hace tiempo leí un interesante libro, “Vacas, cerdos, guerras y brujas”, que
estudia las razones de esas normas alimentarias. Su autor, el antropólogo norteamericano,
Marvin Harris, es toda una autoridad en la materia, y defiende que estas
prohibiciones no son sino una “estrategia ecológica acertada”. Es decir, una
adaptación al medio. Judíos y musulmanes habitan zonas áridas, más propias para
la supervivencia de animales como cabras y corderos que de los cerdos, que se
adaptan mejor a zonas húmedas. Era además gente en gran parte nómada que iba de
un sitio a otro con sus ganados y no hay ningún ejemplo de tribus nómadas que
desplacen con ellas piaras de cerdos.
En el cristianismo no existen alimentos
impuros, aunque la gula sea uno de los pecados capitales, pero el ayuno y la abstinencia
(de comer carne) son conductas virtuosas, sobre todo en tiempo como el de la Cuaresma,
en el que acabamos de entrar. En tiempos, la venta de las bulas que eximían de la prohibición
de comer carne fue una importante fuente de ingresos, pero esos usos parecen
abandonados.
De cualquier forma, no todo es un
camino de espinas. Si la prohibición de comer carne, alimento que no estaba al
alcance de casi nadie, dio lugar al delicioso potaje de Cuaresma, cada día en
los países islámicos, durante el Ramadán, la llegada de la noche da paso a
verdaderos banquetes, con manjares que no se consumen en los días normales.
Este verano, estuve en Marruecos en pleno Ramadán y era una delicia ver las
montañas de pastelitos de todo tipo listas para ponerse a la venta en cuanto
que se pusiera el sol. En pocos minutos se vendía todo y los estantes de las pastelerías
empezaban a parecerse a las de esas tiendas de países con racionamiento.
Aquí, los rigores cuaresmales,
además del potaje han creado delicias como las torrijas o, ya en la pascua, los
hornazos o las Monas de Pascua. No hay mal que por bien no venga.
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