Al terminar la cena, en casa de los Roger, mis amigos de Lyon, siempre sacan a la mesa una tabla con tres o cuatro quesos. No podría ser de otra manera o, al menos, en chez Roger no parece que conciban otra manera de terminar la última comida del día.
Brillant Savarin, el mítico autor del primer libro sobre gastronomía (Fisiología del Gusto, 1825) llegó a decir que “una comida sin queso es como una mujer hermosa a la que le falta un ojo”. Churchill, que como buen inglés no era sospechoso ni de gastrónomo ni de francófilo, veía en la afición de los franceses por el queso poco menos que el alma gala: “Un país que produce casi 360 tipos distintos de queso no puede morir”. Camembert, Brie, Emmental y Roquefort, junto con el Gruyer, son, seguramente los quesos más conocidos del mundo y todos, salvo este último, son franceses, como lo es el amor con que los elaboran y la pasión con la que los defienden. Todavía recuerdo la cara de un granjero de la Provenza cantando a sus posibles clientes del mercadillo de Tarascon las alabanzas del queso que él mismo elaboraba: parecía entrar en éxtasis. Curiosamente, los franceses sólo son los segundos consumidores del mundo. Según la FAO, el primer puesto les corresponde a los griegos con 27’4 kg per cápita al año. ¿Y los españoles?
La estadística del Ministerio de Agricultura dice que cada español consume al año algo menos de ocho kilos de queso y que nuestra producción, 400.000 toneladas, nos deja fuera del ranking de los 10 mayores productores del mundo. Sin embargo, somos uno de los países con más variedad de quesos, sobre todo de leche de oveja y de cabra. Hay que tener en cuenta que España es el mayor productor europeo de leche de oveja y el segundo de cabra. Tenemos cientos de tipos de queso y 26 de ellos están amparados por el marchamo de calidad de la Denominación de Origen, pero un español medio no sabría citar más de tres o cuatro. Más allá del Manchego, el Cabrales, el de Tetilla y, desde no hace mucho, la Torta del Casar, nuestros quesos son unos completos desconocidos en nuestro propio país y, mucho más, en el extranjero. No sé si se debe a la falta de demanda o a la escasez de la oferta, pero en los mejores supermercados apenas se encuentran seis o siete variedades de quesos autóctonos, pero no es difícil comprar un Brie, un Camembert, un Parmesano o un Feta. Un apena, porque eso y no otra cosa es que desconozcamos quesos tan deliciosos como el Idiazabal vasco-navarro, el Payoyo gaditano, el Gamoneu asturiano o el cremoso queso orensano de Arzúa. Por no hablar de los de Zamora, de Mahón, de los Ibores, del Roncal o los majoreros. O los frescos de Villalón y Burgos.
Aquí mismo, en la comunidad de Madrid, hacen excelentes quesos en Campo Real, Colmenar Viejo, Guadarrama o en Colmenar de Oreja donde más de una vez he comprado los extraordinarios quesos de tipo manchego de Ciriaco.
Siempre estamos a tiempo de invertir la tendencia. Busquemos, pidamos y disfrutemos de nuestros quesos. Quizá no es fácil encontrarlos cerca, pero en Madrid hay algunas extraordinarias tiendas especializadas, como Poncelet, de la que ya hemos hablado aquí; la Boulette, en el Mercado de la Paz; La quesería, en Blasco de Garay 24, o Los quesos de l’Amelie, en Torrecilla del Puerto 5, por la zona de Arturo Soria, que según nuestra amiga Sonia González, es la mejor de todas.
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