Dicen que, actualmente, en Inglaterra, eso del Té de las cinco (Five o' clock tea) es más una atracción para turistas que esa especie de acto religioso con hora fijada del que tanta literatura se ha hecho desde Jane Austen para acá. Los ingleses toman té en cualquier momento del día, pero, salvo los muy rancios, casi ninguno lo hace a las cinco, porque para ellos es casi la hora de cenar. Habría que hablar más del Afternoon Tea, es decir un té por la tarde en una hora que para nosotros sería aún de sobremesa.
No obstante, si eres turista en Londres, merece la pena que te pases por uno de esos templo del té donde, cada tarde y no necesariamente a las cinco, se renueva esa antigua tradición de tomar la legendaria infusión acompañada de los populares “scones”, esos panecillos de centeno o avena que se sirven con mermeladas, por supuesto, de fresa o frambuesas, y la clotted cream, literalmente nata coagulada, cuya cremosidad está entre la nata y la mantequilla y que, una vez probada, no se olvida jamás. La exuberancia del te de las cinco, incluye pastelitos glaseados y todo tipo de tartas, pero también bocados salados, como los míticos, y para nosotros inimaginables, emparedados de pepino, de berros y huevo, salmón y crema, roastbeef y mostaza, y queso y tomate. Todo tiene cabida si hay apetito.
Pero lo importante es el té, que será negro y de una de esas mezclas aromatizadas como el Earl Grey, el té de Ceilán o el Darjeeling. El conocido Breakfast Tea, es sólo para el desayuno, como su propio nombre indica.
Debe hacerse en una tetera de esas panzudas, que se habrá precalentado, servirse en traslúcidas tazas de porcelana china y acompañarse de una conversación intrascendente. Si mesa y comensales están elegantemente vestidos, la estampa puede servir de portada a una de esas victorianas novelas de Jane Austen.
Sitios como Fortnum & Mason o algunos de los mejores hoteles de Londres siguen conservando la tradición a precios prohibitivos y con la exigencia de una cierta etiqueta en el vestir, pero, una vez en la vida, merece la pena. Para comprarlo, los míticos almacenes Harrod’s o el mentado Fortnum & Mason, tienen las marcas más exquisitas.
Antes que té, fue chà
No deja de ser paradójico que el té fuese introducido en Europa por Portugal, que es el país del café por excelencia. Pero nuestros vecinos, que fueron pioneros en eso de la navegación a distancia, pronto se dieron cuenta de las posibilidades comerciales de estas mezclas de hierbas que volvían locos a chinos, indios y japoneses. Lo llamaban y lo llaman Chà, como les sonaba de haberlo oído en los países de origen, aunque terminó por llamarse té, como la letra con la que se marcaban las cajas en que lo transportaban.
El té es la segunda bebida más consumida, la primera es el agua, y aunque los ingleses se la han apropiado, es en China, la India y Japón donde se consume en mayor cantidad y desde hace más tiempo. Con la ceremonia propia de esas gentes, en China toman un té verde fresco, dulce y delicado, mientras que el de Japón, también verde y fresco, es astringente y el de la india aromático, rico y tonificante
Rusia, que se lo sirve desde el grifo de un samovar, y Marruecos, que da la bienvenida con esos vasitos ardientes de tés dulzones y aromatizados, cierran la lista de grandes consumidores.
Aquí en España no hay costumbre y pedir un té es un riesgo: ni el producto es bueno ni saben servirlo. En general, se prefiere el café y aquellos elegantísimos salones de té decimonónicos han ido desapareciendo. El último ha sido el Embassy que, con casi un siglo de rica historia a sus espaldas sirviendo a burgueses y aristócratas del barrio de Salamanca, ha cerrado esta semana. Sí proliferan últimamente las teterías, con una fiel clientela entre la gente joven y mezclas e infusiones de lo más heterodoxo, pero, en general, aquí somos más de manzanilla y, para los nervios, tila.
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