Empecemos por los ingredientes; ¿qué ingredientes debe de llevar un gazpacho? Aquí sólo cabe una respuesta a la gallega: “depende”. El gazpacho, es una sopa fría de pastores y estos la elaboraban con lo que tenían a mano. Atención a la definición-receta que, en 1611, daba el gran Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española: “Cierto Género de migas que se hazen con pan tostado, y azeyte, y vinagre, y algunas otras cosas que les mezclan, con que los polvorizan. Es comida de segadores, y de gente grosera, y ellos le debieron poner el nombre como se les antojó”. No parece que fuese un plato muy atractivo, sobre todo si se tiene en cuenta que tras el ambiguo “algunas otras cosas” se escondían, simplemente, ajos y cebollas. Vamos, que de inicio, era una forma de aprovechar los mendrugos de pan duro, ablandándolos con aceite y vinagre, abundante en una época en que las técnicas de envejecimiento del vino no estaban muy depuradas y este se picaba con facilidad. El ajo y la cebolla trataban de dar algo de sabor a semejante pasta.
Cuando Covarrubias redacta su definición, ya se había descubierto América y habían llegado los primeros tomates y pimientos al viejo continente, pero tardarían mucho en incorporarse al gazpacho y convertirse en los ingredientes capitales de esta sopa fría.
Todo indica que fue en el siglo XIX e hicieron del humilde gazpacho algo más presentable. La condesa de Pardo Bazán glosaba esta transición: “En otro tiempo se consideraba tan popular, que en una mesa algo refinada no cabía presentarlo. Hoy el gazpacho se ha puesto de moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del Rey y en las casas más aristocráticas”. Es de suponer que por la puerta que entraron tomates, pimientos y pepinos, saldrían algunas dosis de ajo y cebolla, con lo que el gazpacho se fue volviendo más aceptable para los paladares modernos.
No se acabaron aquí las innovaciones. En el siglo XX, puestos a añadir ingredientes, se tiró de toda la paleta de frutas rojas: cerezas, fresas, sandía… auténticas herejías para los guardianes de la ortodoxia culinaria, esos que también saben la única forma de hacer la paella. Dice el gran Caius Apicius que, “para los ortodoxos de la cocina, cualquier intento de alteración de lo que ellos entienden como orden establecido es una herejía. Olvidan, como los ortodoxos de cualquier campo, que el mundo ha progresado a golpe de lo que los inmovilistas consideraron herejías. La gastronomía, también, y por eso no es adecuado poner puertas al campo en este terreno y sí dejar que sea el tiempo el que decida”. Ahí está la cuestión: no vale cualquier formula. Sólo las mejores permanecerán en el tiempo, como ha sobrevivido la del gazpacho andaluz: pan, tomate, pimiento, pepino, ajo,
aceite, vinagre (de Jerez, nunca de Módena) y agua. Todo fresquito o muy frío, según gustos, y a disfrutar del verano.
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