Además, nos han engatusado con nuevos formatos de origen extranjero (baguette, chapata, etc.) o nombres que explotan lo rural (pan de pueblo, pan de leña, pan rústico) hasta el punto de conseguir que demos por buenos panes de calidad mediocre, hechos con harinas de segunda clase e incluso cocidos a medias: “deme una (barra) poco cocida”, se suele escuchar en las panaderías. O en las gasolineras y tiendas de chinos. Incluso en quioscos. Porque, con esas barras precocidas o congeladas, cualquiera que disponga de un horno no muy grande puede hacer y vender pan. E incluso ostentar el cartel de Panadería o Tahona en su establecimiento. En Francia, ese cartel, boulangerie, sólo se puede colocar en las panaderías que amasan y hornean su propio pan.
Pero algo parece que está cambiando y cada vez son más los panaderos que tratan de ofrecernos un producto digno, que no se tenga que camuflar bajo esos generosos espolvoreados de harina que tratan de dar aspecto honorable al mal pan.
Hace unos días, aprovechando que estaba cerca, me pasé por Panadarío, la panadería de moda en Madrid, después de que su dueño, Darío Marcos, ha obtenido la Miga de Oro 2017 en la última edición de Madrid Fusión. Se trata de una panadería sin mayores excesos de vestigio que cualquier otra del barrio: el de la Guindalera. Lo digo porque este tipo de panaderías, que tratan de recuperar el pan de toda la vida, suelen pecar también de un exceso de postureo que se expresa en el diseño del local, la vestimenta de los vendedores e incluso las variedades que se ofrecen, con mucho multicereal, masa madre y ecológico en los carteles.
Aquí son más austeros. Sencillamente venden varios tipos de hogazas (básica, espelta, integral, de semillas…), tres variedades de pan de molde (nada, absolutamente nada, que ver con los industriales), y un tipo de chapata. Eché de menos el candeal, mi favorito, pero los que compré, la hogaza básica, la de centeno y el pan de molde tierno, me han parecido extraordinarios: crujientes en la corteza, que no se desmorona al primer contacto, y esponjosos en la miga, como debe ser todo pan que se precie. De propina, un brioche delicioso. Parece increíble que estas maravillas salgan de las manos de un treintañero que estudió para arquitecto y que, básicamente, debe su formación como panadero a internet. Su secreto, el uso de harinas ecológicas, la utilización de masa madre natural para intensificar el sabor, las fermentaciones lentas, los tiempos de horneado de cada pieza y por supuesto, nada de aditivos.
Valió la pena el viaje, en cierta forma un homenaje a mi padre, gran amante del pan, que, cuando íbamos por carretera, era capaz de desviarse decenas de kilómetros para comprarlo en la panadería de aquel remoto pueblo de la que le habían hablado.
Por cierto, que este sábado último me podía haber ahorrado el viaje a otra tahona: Panic.
Panadarío, Panic, El Horno de Babette (Miga de Oro 2016) son algunas de las panaderías que están tratando de romper ese maleficio del pan industrial, como lo son las otras ochenta, incluidas en la Ruta Española del Buen Pan 2017, que podéis consultar en este enlace.
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