Estoy segura de que los españoles que emigraron masivamente a Europa en los años sesenta, comían cocido, fabada o, si eran manchegos, gachas. Ni garbanzos, ni fabes, ni harina de almortas debían de ser productos frecuentes en Alemania, Francia o Bélgica, en aquellos años, pero seguro que, en seguida, alguien vio en ello una oportunidad de negocio y empezó a llevar esos productos para los que había demanda española.
Ahora que España es receptora de inmigrantes, la situación se ha invertido. Todo ha ocurrido de forma casi imperceptible, pero en los últimos años, tiendas y supermercados españoles se han llenado de productos que nunca fueron ingredientes nuestra cocina. Hoy es fácil comprar cilantro fresco, que antes sólo conocíamos de viajar a Portugal. En las estanterías del super, no es difícil encontrar cous cous o humus y las fruterías se han llenado de aguacates, papayas y mangos que, hasta hace poco, sólo conocíamos porque se citaban en las novelas del realismo mágico latinoamericano. Son alimentos que llegan para cubrir la demanda de la inmigración, pero terminan quedándose y, al final, terminan formando parte del acervo culinario del país. Al final no está ocurriendo nada que no haya ocurrido siempre: alguien emprendedor ve que hay demanda de un producto y trata de cubrirla ganándose un dinero.
La emigración va por barrios
Las tiendas de estos productos, además, suelen agruparse en determinados barrios, porque los inmigrantes tienden también a vivir cerca de donde se instalaron antes sus paisanos. Eso se ve muy bien en Madrid. En Lavapiés se han instalado multitud de tiendas de alimentación marroquíes, sirias, pakistaníes, indias… en las que es fácil encontrar productos de las distintas cocinas árabes, que los comerciantes traen para sus compatriotas, muchos de ellos establecidos en la zona. No faltan las carnicerías halal y han abierto, también, muchos restaurantes de comida india y pakistaní que, con su inconfundible olor a curry ,anuncian que estamos en lo que la película de Colomo, rodada allí, llamaba “El cercano oriente”.
En los barrios aledaños de la zona alta de Bravo Murillo, los que se han instalado masivamente son los inmigrantes latinos, que llenan sus calles de color, música y, por supuesto, comercios de los productos que ellos están acostumbrados a comer. En el mercado de Maravillas son cada vez más los puestos que venden alimentos de Perú, Colombia o Ecuador, aunque el verdadero mercado latino de Madrid es el de la plaza de los Mostenses donde puedes comprar y degustar comida como si estuvieras en Lima o Quito. Y eso por no hablar del éxito de los restaurantes y cevicherías peruanos que van desde el lujo de Astrid y Gastón hasta los más humildes locales de barrio. O de los vendedores de mazorcas de maiz asado, que, en invierno, hacen competencia a las castañeras.
Y luego están los chinos. No me refiero a esas tiendas abigarradas y un poco sórdidas que aparecen por todas partes, abiertas a horas intempestivas, sino a ese fenómeno del barrio de Usera donde se produce una concentración de restaurantes chinos que dudo que se de en Pekín. Y se trata de cocina o, mejor dicho, cocinas chinas auténticas y no esa cocina ramplona que nos hicieron creer que venía de allí, en restaurantes decorados con dragones de rojo chillón.
Al final, nada nuevo bajo el sol. ¿O es que este fenómeno es muy distinto del que dio lugar a Cina Town o Little Italy en Nueva York?
Y ahora, con José Andrés, el Little Spain.
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