27 de abril de 2020

El año en que el Valle del Jerte floreció en la clandestinidad


Si un viejo árbol, que creció en medio de la selva en el lugar más alejado de las zonas accesibles para el hombre, se quiebra por el peso de los años y cae estrepitosamente sin que nadie pueda oírlo ¿hace ruido?
Cabe preguntarse lo mismo con los cerezos del valle del Jerte: si confinados como estamos por el coronavirus, nadie ha podido acercarse hasta el Jerte para contemplar la explosión anual que cubre de blancura todo el valle, ¿alguien nos puede asegurar que los cerezos han florecido? Seguro que lo certifican los labradores que durante todo el año han estado mimando sus árboles para que den lo mejor de sí mismos al llegar la primavera, pero ya se sabe que son parte interesada y que en un juicio se considera más que dudosa la confesión de quien tiene interés en la causa juzgada. Pueden hacer fotos con sus iphones, pero ya se sabe que la imagen es cada vez menos de fiar y hay muchas fake news. Siempre nos quedará la duda.
Lo que es seguro es que los agricultores seguirán afanándose para que las cerezas maduren en los árboles y poder sacar fruto, valga la redundancia, a su trabajo de todo el año. Al final, si hay brazos para recogerlas, volverán a aparecer en los mercados, en cestas deslumbrantes que, inexorablemente, se convierten en objeto del deseo del cliente de la frutería.
En los últimos años, las cerezas que noes venden son cada vez más gordas, más lustrosas. Además, después de pasar por la calibradora, son todas iguales: parecen clónicas. A las terrazas del valle hace tiempo que llegó el regadío, que ha multiplicado la producción de cerezas que, además, son espectaculares. Sin embargo, esas cerezas no son, ni mucho menos, las más sabrosas. Como ocurre con tantas frutas (el melón es otro ejemplo) las de secano son las mejores para el paladar. Y mejor que no sean todas iguales, cada cereza madura como Dios le da a entender y unas maduran muy pronto y hay que comerlas pequeñitas y otras tardan un poco más y les da tiempo a engordar y ponerse lustrosas. Unas y otras, si se comen en su punto de madurez, son deliciosas.
Además de tomarlas en temporada, las cerezas y guindas pueden aparecer de mil formas: como guinda del pastel, en almíbar, en esos agradables gazpachos de cerezas y en multitud de pasteles tradicionales. De todos, quizá el más clásico es el clafoutis, que vamos a hacer esta semana en nuestra clase. Con ese nombre, no hay que decir que nos ha llegado de Francia. Allí, concretamente en la región del Limousin, se hacía ya en el siglo XIX y desde entonces ha sido una tarta de éxito. Básicamente consiste en rellenar un recipiente de horno, sobre el que se distribuyen las cerezas, con una especie de masa de crepe. Las tarifas del dentista y la comodidad, requieren que las cerezas que se emplean se hayan deshuesado previamente, pero la receta clásica dice que no, que deben de conservar su hueso aún a riesgo de dejarse una muela al tomar el clafoutis. Al parecer con el hueso tienen un sabor especial.
Hay gustos para todo. Al fin y al cabo, nosotros no hemos logrado ponernos de acuerdo sobre si la tortilla de patata debe llevar cebolla o no.

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