4 de abril de 2016

Rodilla


















El año pasado Rodilla vendió casi tres millones y medio de su sándwich estrella: el de ensaladilla rusa. cerca de diez mil al día. Y, sin embargo, esta cadena de comida rápida o de “casual food”, como les gusta decir a sus responsables, tuvo su inicio en una charcutería. Lo de la ensaladilla rusa, que en todo caso, en aquellos años “triunfales” de postguerra, se hubiera llamado ensaladilla nacional, ni se les había pasado por la cabeza.
Antonio Rodilla, hijo de charcuteros de Guijuelo, era un joven emprendedor que con poco más de 20 años abrió una charcutería nada menos que en Tetuán, una ciudad que era la capital del protectorado español en Marruecos, pero cuya población era de mayoría musulmana, es decir, tenía prohibido comer cerdo por mandato de Alá. A pesar de ello, -supongo que vendería más cosas- consiguió hacer unos ahorros y terminada la guerra civil dio el salto a la península, concretamente a Madrid.
Y en Madrid abrió de nuevo una tienda de fiambres, en la plaza de Callao, el día de Nochebuena de 1939. A pesar de las feroces miserias de aquellos años del hambre, no le iba mal, pero a Antonio se le llevaban los demonios cuando tenía que tirar a la basura las puntas de los chorizos y salchichones, porque los clientes solo querían las lonchas del centro de la pieza. Muchas vueltas le dio al asunto hasta que tuvo una de esas ideas originales que muchas veces están en el origen de las grandes empresas: vendería esos restos que nadie quería, camuflados en sandwiches.
En aquella época, muy pocos madrileños debían saber lo que era un sándwich y él mismo tampoco tendría una idea muy clara, pero eso no era problema para alguien como nuestro héroe. Ni corto ni perezoso se puso a hacer pan de molde (pan inglés), poco menos que “de oídas”, porque no sabía muy bien qué era eso, y lo rellenó con las puntas de los recortes de los chorizos, jamones o salchichones que no había logrado vender por lonchas. Es muy posible que el mismo se asombrara del éxito de sus sándwiches, que desde el primer momento le quitaban de las manos. Cuentan que, a la salida de los grandes cines de estreno de la Gran Vía, las colas para comprar uno daban la vuelta a la plaza y que lo que más gustaba era ese “pan inglés” que se había inventado y cuyo sabor distinto todavía perdura con la misma fórmula, guardada en secreto como la de la mismísima Coca Cola.

El exitoso sándwich de ensaladilla rusa no llegó hasta los años 70 cuando Antonio Rodilla, con el apoyo de sus dos hijos abrió nuevos locales en la calle Orense y en la de la Princesa, todavía sin dar el salto fuera de Madrid. En este último, en el barrio de Argüelles, probé yo los primeros sándwiches de Rodilla, en mis años de Universidad, y enseguida me hice adicta, sobre todo del de ensaladilla rusa.
Ha pasado mucho tiempo y, como parece el sino de los negocios de restauración que tienen éxito, Rodilla se ha convertido en una franquicia que encontramos en cualquier centro comercial y ha terminado por entrar en un gran conglomerado de empresas, en este caso el de la cervecera Damm. No deja de ser una paradoja, porque cuando Antonio Rodilla abrió su primer local tenía prohibido vender bebidas y sólo podía servir vasos de agua en la barra del histórico Rodilla de Callao, que sigue allí todavía setenta y siete años después.
Una anécdota: cuando Damm se hizo con el control de Rodilla y seguramente tras un profundo (y caro) estudio de mercado, decidió suprimir el sándwich de salami. Fue tal el clamor que se levantó en las redes sociales, que no tuvieron más remedio que dar marcha atrás. No es el más vendido. Ni siquiera está en el “top ten” de la casa, pero las tradiciones son para respetarlas y esa crema de salami y queso philadelphia no se podía suprimir de ese subconsciente colectivo que es el paladar, de un día para otro.
--> Como curiosidad diré que la lista de los sándwiches más vendidos en Rodilla el año pasado la encabeza el de ensaladilla rusa, seguido por el vegetal, el de pollo al curry, el de atún con tomate y el de queso azul con rúcula. Como se ve, ni rastro de los sabores de la charcutería original.

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