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18 de diciembre de 2018

¿Sabías que en Breslavia se come muy bien?

Contra lo que se pueda creer, en los famosos mercadillos de Navidad de las viejas ciudades de Europa central no se venden figuritas del Belén. O, al menos, no es eso lo más importante, Es verdad que se adornan con ese atrezzo de bolas de Navidad, angelitos, luces, renos, Papá Noel, gorros de Papa Noel, abetos, nieve (muchas veces no es de atrezo) y toda esa parafernalia, ambientada con música de villancicos, pero allí, en realidad, a lo que se va es a comer, beber, comprar y pasárselo bien: como en una feria.
El de Breslavia (Wroclaw en polaco) es uno de los mejores, según las guías. El escenario es maravilloso: la enorme, y no por eso menos bella, Plaza del Mercado (Rinek), al pie de un ayuntamiento que parece encaje de bolillos en piedra. Los cientos de casetas, con ofertas de todo tipo, conviven con las atracciones de feria, las cervecerías y las enormes parrillas en las que se prepara una gran variedad de salchichas y embutidos, que consumían sin descanso los miles de personas que esa tarde de sábado se habían congregado allí. Lo típico es tomar una jarra de vino caliente y especiado, que ayuda a combatir el frío, pero que, fuera de lo exótico, resulta poco atractivo para quienes no estamos acostumbradas. Si era estupenda una salchicha enorme, cuyo nombre no recuerdo (la variedad de salchichas y embutidos es mareante) que tomamos, recién salida de la parrilla, con una gran rebanada de pan de centeno. La acompañamos con una de las cervezas locales, que son muy buenas.
Curioso, el queso con formas picudas, sin mucho sabor, pero que parecía muy apreciado por los polacos, porque se vendía en muchos puestos
Gastronomía en Breslavia
En realidad, no han sido los atractivos gastronómicos los que me han llevado a Breslavia. Pesaban más el precio del billete (25 euros ida y vuelta) y que me venía bien cambiar de aires por unos días. La ciudad merece el viaje, aun con billetes más caros. Pero esto no es una guía turística, así que vamos a hablar de comida.
Lo primero el mercado central, un sólido edificio brutalista en ladrillo y hormigón, construido en la etapa en que esta ciudad formaba parte del imperio prusiano. Para un español, llama la atención la ausencia de pescaderías. No había ni una sola.
En cambio, abundaban los puestos de frutas y verduras, en los que la reina es la manzana, de distintos tipos, pero, sobre todo, una de vivos colores rojos, jugosa y dulce, que allí se consume mucho. Manzanas aparte, de estos puestos me traería el gran surtido de frutas del bosque acabadas de recolectar, no como las de conserva o congeladas que nos vemos obligadas a consumir aquí. También abundan las setas, pero, como el frío adelante el fin de la temporada micológica, eran desecadas. En las carnicerías, bien surtidas, no falta nunca una muy amplia oferta de embutidos y salchichas.
La nota exótica la da “Pata negra”, el puesto (quizá habría que decir parada, porque el dueño es catalán) de jamón ibérico, aceite virgen de Cazorla y queso manchego, que, al parecer, surte de estas exquisiteces, que allí resultan caras, a los mejores restaurantes de Breslavia. Fue su dueño, que lleva 20 años en la ciudad vendiendo productos españoles, el que nos recomendó el restaurante Jadka: “un restaurante polaco y con sustancia”, vino a decir, previniéndonos de la moda de comida fusión y estrellas de Masterchef, que también ha llegado a Polonia y que, al parecer, no era mucho de su agrado.
La recomendación fue buena. En una sala con paredes de ladrillo visto, pero decoración elegante nos dimos una cena estupenda de la que me quedó en el recuerdo una excelente pechuga de ganso (una carne rara en España, pero habitual en Europa central) asada y con guarnición de lombarda, puré de patata y salsa de grosella.
Habíamos empezado con un aperitivo de carpa ahumada (apenas se consumen pescados que no sean de rio) con pepinillos, sorprendentemente delicada, y unas rilletes de oca en escabeche muy ricas.
Deliciosa también la lengua de vaca estofada, que pidió mi amigo Jorge, tierna y con un aroma de hibisco que la hacía muy interesante.
El único pescado de mar de la carta, un lenguado con una suave mantequilla de ajo y puré de azafrán, estuvo a la altura de lo precedente.
La cocina popular
El día anterior habíamos comido en un restaurante popular de la zona de la universidad, Kociolek, donde nos sirvieron un buen goulash y un sorprendente caldo, trasparente como agua de manantial, pero de un sabor delicadísimo.
Muy adecuado además para reponerse del frío que traíamos de la calle, en la que, desde las ventanas, veíamos caer una gélida aguanieve. Los populares pierogi, que también pedimos, pasaron sin pena ni gloria.
Pero, para mi, el momento gastronómico del viaje fue el desayuno en un agradable café de la isla de las catedrales, donde la repostería, de elaboración propia, alcanzaba un nivel muy alto. Lo mejor, un bizcocho de chocolate, con frutas del bosque, que estallaban en la boca, como esas esferificaciones que tanto brillaban, hasta hace poco, en los restaurantes españoles de postín.
En las vitrinas se veía una gran variedad de tartas igualmente atractivas, pero todo no se puede probar.

 
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8 de mayo de 2018

En un supermercado inglés de la Costa de Almería

En la zona sureste del Mediterráneo español, viven muchos ingleses que, aunque sean jubilados en su mayoría, también comen. Pero, en esto como en todo, se suelen adaptar malamente a los usos y costumbres locales. Y como la gente está a la que salta, en toda esa zona (Alicante, Almería, Málaga) han proliferado las tiendas y supermercados para ingleses, regentados por ingleses y atendidos por un personal que apenas habla unas palabras de español, para ofrecerles lo que están acostumbrados a comer.
Y ¿qué venden estos supermercados que no se venda en uno español?
En Vera, Almería, hay una gran superficie, Iceland, enfocada especialmente a los británicos que viven en los alrededores. Para los veratenses es como si no existiese.
Un recorrido, por sus lineales, permite muy bien comprobar las diferencias de hacer la compra en este establecimiento y el Mercadona más cercano.
Lo vamos a ver en nueve productos o tipos de productos.


1. El cordero es carnero. A la entrada de Iceland un cartel llama nuestra atención: Pierna de cordero a 8,90. No es lechal, recental, ni pascual. Se trata de piezas de corderos de más de un año, que seguramente pesan más de tres kilos. Es la más pura tradición inglesa.  

2. El Te. Junto al cordero, está en oferta especial un té, que se vende en envases de 200 bolsitas. Los hay en paquetes mayores que, además, son muy baratos. La afición de los ingleses por esta infusión hace que sus supermercados ofrezcan gran variedad de marcas, cada una con distintos tipos de té, algunos desconocidos en España. Si eres aficionado, es bueno comprar el té en estos sitios: como hay más rotación, suele estar menos seco que en los súper españoles   

3. Legumbres. Se limitan, casi exclusivamente a las alubias, imprescindibles para los baked beans, ese estofado de alubias con tomate, que los ingleses pueden tomar a cualquier hora, especialmente en el desayuno. Suelen ser alubias cocinadas y en conserva. La variedad es muy grande.

Desayuno Inglés  
En general, los ingredientes del desayuno inglés, la principal comida de los británicos, ocupan amplios espacios en los lineales del supermercado. Decía William Somerset Maugham que “para comer bien en Inglaterra es recomendable desayunar tres veces”. En Iceland se puede elegir entre una gran variedad de pan de molde, mantequillas en envases enormes, una sorprendente diversidad de cereales (no vi los Kellog’s), un surtido notable de bacon y, por supuesto, otra de las especialidades inglesas:  

4. Las mermeladas. Las hay de todos los sabores, con todos los componentes que se puedan imaginar, en una competencia que reúne cada año miles de posibilidades en el Festival Mundial de la Marmelade. Por supuesto, la mermelada inglesa por excelencia es la de naranja amarga, pero a mi me llaman especialmente la atención todas esas elaboraciones de frutas del bosque, ruibarbo, lima, menta y hasta sandía, que son una sorpresa permanente para los españoles, acostumbrados al sota, caballo y rey de la oferta de mermeladas de nuestros super.

La repostería de Miss Marple  
En los desayunos británicos y a la hora del té nunca faltan las tartas y bizcochos de elaboración casera. Todos tenemos en la retina esa imagen del ama de casa inglesa, tipo miss Marple, horneando, uno tras otro, deliciosos pasteles. Y, lógicamente, los supermercados están listos para venderles lo que necesiten.

5. Harinas y preparados para la repostería casera. Hay harinas de todos los tipos: trigo, avena, centeno, maíz… mil productos para dar sabor, color y volumen a las tartas caseras, que conviven con un increíble surtido de tartas y bizcochos preparados, que se venden congelados o no.

6. El de platos preparados también es un departamento muy amplio en este supermercado. Es una tendencia mundial, pero en el Iceland inglés de Vera hay una desmesura. Casi cualquier clásico de la cocina universal, europea, asiática o americana, se puede comprar aquí, envasado en vistosas latas y cajas que desatan los jugos gástricos. Con esta variedad y la poca destreza local en los fogones, no extraña que algunas inmobiliarias del Reino Unido hayan empezado a vender casas sin cocina. Faltaban las paellas, lo cual es muestra de prudencia dada la susceptibilidad nacional al respecto y la imaginación británica en la elaboración del más universal de los platos españoles.

7. Italian food. Imaginación que tampoco faltaba en el departamento, muy amplio, de cocina italiana. Y no es sólo que pongan piña en la pizza, sino que son capaces de cubrirla de los ingredientes más inverosímiles. Vi hasta una pizza de chocolate con grosellas y frutos secos para postre.

8. Los zumos también se ofrecen al comprador con una variedad inimaginable aquí. En Iceland, los zumos de frutos del bosque tienen la competencia de las frutas tropicales, papaya, lima, etc., hasta una variedad en la que no falta, claro esta, los de naranja y limón. Aquí habría que hablar también de las aguas embotelladas con sabores: limón, grosella, lima…

9. Casi general ausencia de productos frescos: pescado y verduras eran congelados. Quizá es lógico, teniendo la competencia de los puertos pesqueros cercanos o la exuberancia del mercadillo semanal de Vera, donde los compradores ingleses, que son legión, se provén de frutas y verduras.

El Iceland de Vera, lógicamente, no es el prototipo del super inglés, donde hay, casi siempre, una gran variedad de productos (el departamento de alimentación de Harrod’s es la tienda más completa que conozco), pero si da una idea del poco aprecio de los británicos por la comida. Aunque no tanto como para dar la razón a aquel francés que dijo que “los ingleses inventaron la sobremesa para olvidar la comida”.




17 de octubre de 2017

Mercado de Vallehermoso: comprar, comer beber y disfrutar.

El Mercado de Vallehermoso ha sido el último en incorporarse a esa arrolladora tendencia que abrió el Mercado de San Miguel, han continuado la mayoría de los del centro de Madrid y se ha extendido a ciudades de toda España e incluso a capitales extranjeras (véase la transformación gastronómica del gigantesco Mercado da Ribeira de Lisboa, a orillas del Tajo).
Pero eso de cambiar pescaderías, fruterías y carnicerías en una sucesión de bares más o menos gourmet, que registran su mayor afluencia a horas en la que no se va precisamente a hacer la compra, empieza a estar muy visto. Y parece que los comerciantes del Mercado de Vallehermoso lo han entendido.
La transformación, que empezó a principio de año con la apertura de algunos pequeños bares y restaurantes, ha culminado este otoño con la puesta en marcha de un mercado de productores, que ha ocupado un semisótano lateral que estaba en desuso. Por primera vez, los propios hortelanos, ganaderos, queseros... tienen puesto fijo en un mercado para vender sus carnes, quesos, chorizos huevos e, incluso caracoles, recién traídos de Cadalso de los Vidrios. Se trata de productos de proximidad: quesos de Chibchón (La rosa amarilla), de Fresnedillas de la Oliva (La Cabezuela, que también vende leche de cabra recién ordeñada), carnes de Miraflores (La cuerda larga), ahumados de Madarcos, en el valle del Lozoya (El ahumadero) y así hasta una veintena larga de puestos que tratan de poner, frescos y sin intermediarios, los productos de Madrid al alcance de los madrileños. También la vermutería, recién abierta, sirve el vermut Zarro de Fuenlabrada y en la barra que ocupa el espacio del antiguo puesto de congelados, tiran la también madrileña y artesana, cerveza La Virgen. Eso si, el aceite que se vende en Oliva es de Jaén (Cazorla, Peal del Becerro, Bailén..). Esther Oliva -el apellido la predestinaba- lo trae desde La Carolina, de donde procede también el exquisito paté de perdiz que pone a la venta.
Pero, en el Mercado de Vallehermos, siguen también, luminosos y coloridos como nunca, los puestos de toda la vida, que parecen renacidos con la nueva compañía. La frutería de los hermanos Peña, la mantequería de A. Rodríguez... Y entre ellos, en un pequeño espacio que atrae como un imán, tiene su mostrador Higinio Gómez, “el pollero de las estrellas”, que surte a los chefs Michelín.
Desde poularda gallega hasta pollo negro del Penedés, desde Poulet de Bresse hasta azulones, todo lo relacionado con las aves parece tener sitio en este portentoso y minúsculo espacio que acaba de ser reconocido como mejor puesto de mercado por la Academia Madrileña de Gastronomía.
Restaurantes
Por supuesto, como en todos estos mercados renacidos, hay también una abundante oferta de pequeños restaurantes y barras que abarcan buena parte de las cocinas internacionales más en boga. Desde el Kitchen 154, que amenaza con su cocina picante y canalla (lo dicen ellos) hasta las empanadas argentinas de Graciana, pasando por el japonés Washoku, el italiano Di Buono o Shito Trufa & Co, el único bar de Madrid, especializado en trufa.
Era la hora de comer y nos sentamos en las banquetas de la mesa, alta y corrida, de Tripea, donde Roberto Martínez, procedente de Nakeima, ofrece un menú fusión de inspiración peruana, realmente bueno. Todavía me relamo con el tiradito de corvina con leche de tigre y el estupendo ceviche caliente de mejillones hechos en el wok.



De postre, un rico helado sobre “speculoo”, esa típica galleta belga, cerró el menú de ocho pases a 35 euros, bebidas aparte. La carta de vinos es corta pero muy bien pensada y el agua, te las sirven fresca del grifo sin necesidad de pedirla. El servicio, simpático y eficiente a pesar de que una sola persona atiende a los veinte comensales que caben en la mesa, situada en un pasillo del mercado.
Fue una estupenda forma de acabar el día.

Mercado de abastos de Vallehermoso
Vallehermoso, 36
28015 Madrid
Teléfono: 914 47 54 67

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16 de enero de 2017

Mercados marroquíes

No es fácil para un europeo medio reunir ánimo para entrar en un mercado marroquí. Aunque en nuestras ensoñaciones llegamos a creernos que somos capaces de la aventura y que podemos preferir las emociones fuertes al confort aséptico con que vivimos al norte del Estrecho de Gibraltar, la realidad, reconozcámoslo, es que a la inmensa mayoría de nosotros tiene que forzarse mucho para adentrarse en mundos como esos, donde las moscas son dueñas y señoras, el suelo es polvoriento o, peor, mojado y encharcado a veces por líquidos no precisamente cristalinos, y los olores no se confundirían con el del ámbar.
Quienes viajan a Marruecos son más de esos maravillosos zocos, donde esquivar los requerimientos inasequibles al desánimo de los vendedores; donde regatear hasta conseguir artesanía a ilusorios precios de ganga (el vendedor siempre te dejará que te hagas la ilusión de que compras al mejor precio posible) o donde, simplemente regalarse la vista y el oído con ese mundo tan ajeno a nuestros reglamentados e higiénicos usos comerciales.

Mercados
Un mercado de alimentación es otra cosa. Uno entra en el de Mecknes, en el de Essaouira, en el de Nador y se encuentra transportado casi a la Edad Media. Todavía recuerdo la nave de pescados del Mercado de Nador, en la que los pescaderos, desde lugar prominente, como si te despacharan de pié desde lo alto del mostrador, cortaban el pescado con largos y afiladísimos sables, que recordaban las cimitarras.
 
Allí compramos algunos de los pescados más frescos y exquisitos que he comido.
Y aquel encantador mercado de Essaouira, donde el pescado casi pasaba directamente de los barcos a los compradores, y, por si alguien pensara que podía perder frescura, los propios vendedores te lo hacían a la parrilla y lo podías comer inmediatamente en unas mesitas dispuestas al efecto. Esto lo puedes hacer ahora en el mercado de San Antón, en Chueca, pero está lleno de hipsters y el puerto no está tan cerca.

El mercado de Meknes
Mecknes, la Mequinez del protectorado español, tiene otro de esos mercados de las mil y una noches. Se sitúa en un lateral de la plaza de el-Hedim, uno de esos espacios mágicos, siempre abarrotados de gente, cuyo ambiente, según Juan Goytisolo, debe ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad. Para llegar a él hay que sortear grandes puestos de cerámica, llenos de color y en los que nadie, salvo algún turista despistado, parece comprar nunca. A la puerta, mendigos, ciegos y lisiados como sacados de la Edad Media esperan una limosna.
Cuando entras casi te duelen los ojos con el espectáculo de los puestos de especias, exhibidas a granel en montones cónicos, perfectamente construidos, de bellísimos y fuertes colores que ofrecen sus delicados aromas al comprador y recuerdas como, aquí, a fuerza de reglamentaciones y normas para el consumo, nos hemos olvidado de que los alimentos, y más las especias, tienen olor. Y junto a las especias, las hierbas, cada una para su guiso o para remediar cualquier mal, incluso el de ojo. Y los puestos de dátiles, ordenados casi militarmente de acuerdo a cada variedad, calibre, color…
O el oloroso negocio "sólo hierbabuena", que lleva al máximo la especialización.
Tras pasar deprisa junto a las carnicerías, donde puedes encontrar una cabeza desollada de vaca que te recuerda que la carne no crece en bandejas cerradas con celofán, pasas por los puestos de aceitunas para descubrir que en el país del aceite no llegamos ni a imaginar la increíble variedad que hay de ellas y cuantos colores pueden llegar a tener: ¿sabías que hay aceitunas rojas.
Los puestos de los pastelitos son también para quedarse extasiado mirándolos, si no fuera por las numerosas avispas que acuden atraídas por los dulces y que los vendedores se esfuerzan por apartar. Y todo ello con un trajín continuo de compradores, proveedores, con sus sobrecargadas carretillas, y vendedores solícitos para los que tu pareces siempre la cliente favorita.
En este ambiente insólito, a la salida, un encantador de serpientes le puso una bien grande a mi amigo Eduardo a modo de corbata, mientras mostraba su dentadura discontinua en grandes carcajadas. Eduardo aguantó el tipo sin perder la sonrisa.

28 de septiembre de 2015

A la mesa con un mafioso

















He vuelto de Sicilia decepcionada: no hubo un mafioso que me invitase a cenar. Es más, no vi mafiosos por ninguna parte y como, al parecer, “haberlos haylos”, creo que no exagero si digo que la mafia pasó de mí. Aunque quizá no estuve suficientemente atenta y ya se sabe, porque estamos hartas de verlo en el cine, que la mafia se expresa con señas apenas perceptibles. Lo mismo, sin darme cuenta, he tenido al lado a uno en un restaurante o me he rozado con él en uno de esos maravillosos mercados de Palermo, pero es que allí yo estaba a otra cosa. En Palermo, en Siracusa, en Catania, un mercado al aire libre (no vi ninguno bajo techo) es un espectáculo inolvidable que reúne todos los colores, aromas y sabores del Mediterráneo, un mar que parece resumido en la cocina de Sicilia.
Ese rojo siempre intenso de los tomates, frescos o secos; el morado oscuro de las berenjenas, la hortaliza reina de los platos de la isla; el verde suave de las aceitunas, que se venden sin aliñar para que cada cual le de su propio toque; las alcaparras, puestas a macerar en sal; los higos chumbos, entre verdes y rosados; los melones de un amarillo intenso… Y las “pescherias”, donde los pescados parecen estar saltando todavía, como intentando liberarse de la red, junto a las solemnes cabezas de los peces espada y de esos pulpitos traslúcidos que vuelven loco al comisario Montalbano. Allí, en el mercado de la Vucciria, en el de Ballaró o en el más auténtico del Capo, en el popular barrio que se extiende detrás de la catedral, hacen la compra las amas de casa palermitanas, para preparar después la caponata, la versión siciliana de nuestro pisto o de la musaka griega. 
La caponata es quizá el plato más conocido de Sicilia donde la pasta se hace “alle sarde” (con sardinas) o “alla Norma” con berenjenas, tomate y ricota salada, en homenaje a la heroína de la ópera de Bellini, que nació en Catania. Los pescados, el otro gran apartado de la cocina siciliana, se preparan sin grandes elaboraciones lo que permite disfrutar la frescura que conservan del mar, siempre próximo. Es muy curioso el “cous cous de pescado”, una especia de paella a la siciliana que se elabora con pescados de roca y esa sémola norteafricana que, junto a las especias, es el rastro de la importante influencia árabe en la cocina de la isla. El arroz, que también llegó del sur, es el ingrediente básico de las Arancine, esa especie de croqueta siciliana, rellena de ragú, que se toma como tentempié en las “Tavolas Caldas”. Y por supuesto, todo con relleno o acompañamiento de pasas, piñones, pistachos (por todas partes pistachos) y demás frutos mediterráneos.
Como las almendras, ingrediente fundamental de la Fruta Martorana, ese mazapán con ancestros árabes al que las monjitas de un convento dieron llamativas y coloristas formas de frutas, que a veces confunden. Pero el dulce siciliano por excelencia son los cannoli, unos canutillos rellenos con queso ricota a los que se da sabor con vainillas, chocolates o cualquier combinación que no sea ajena a la pastelería. Y los helados. Los hay de todos los gustos y sabores, pero con una rareza que los hace especiales: el barquillo es sustituido por un brioche (brioscia siciliana) que le da un sabor especial. A primera vista parece que meter un helado en un bollo no es lo más adecuado. Cuando lo pruebas, casi seguro que cambias de opinión. Si a estos manjares autóctonos se les añaden otras delicias de la cocina italiana, que nunca faltan en la carta de un restaurante, no hay razón para no sentarse a la mesa con entusiasmo y con el firme propósito de empezar un régimen prusiano al regreso a casa.
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9 de junio de 2015

Mercado de Abastos de Chiclana


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Ventresca de atún de almadraba, lisa de estero, camarones, queso payoyo, carne de retinto, un pollo de campo (sin colorantes), harina de garbanzos y para freír, un melón de Sanlúcar (pequeño. amarillo y esférico) y una caja de fresitas recién cortadas en Chinclana. Ni mis manos ni mi bolsillo daban para más, pero, si por mí hubiera sido, habría acabado con las existencias de este maravilloso Mercado de Abastos de Chiclana, tan nuevo, tan vivo, tan tentador…
En estos tiempos en que los mercados de toda la vida languidecen apabullados por el poder aplastante de los hiper, mercadonas y demás emporios de la alimentación, es estimulante entrar en un mercado como este de Chiclana de la Frontera, con sus instalaciones modernas (se inauguró hace cinco años), su oferta variada y de proximidad, la simpatía de sus vendedores (en Andalucía se da por descontada) y, sobre todo, lleno de clientas que buscan productos frescos, de calidad y a buen precio. Aquí no hay franquicias, aquí los puestos se llaman Aurori, Juani, Currito o Juaniquiqui.

En el mostrador, atún de almadraba
La oferta de pescado, es extraordinaria: 25 puestos compiten para atraer al comprador con un producto recién llegado a los cercanos puertos.
En plena almadraba, el atún era el rey, con espectaculares cortes de barriga (la ventresca en gaditano) o lomo. Pero no eran menos atractivos pargos, urtas, caballas, acedías, boqueroncitos o los humildes camarones (¡Ay! Esas crujientes tortillitas) por citar sólo los pescados más populares en la tierra del “pescaito”, entre los que son notables algunos de los cercanos esteros. Allí estaban también las gambas, carabineros, cañaillas, chipirones, sepias, negras de tinta, que luego te iban a servir con una cerveza fría en el chiringuito de la playa. Incluso mejillones de una calidad que no esperas encontrar fuera de Galicia.
Frente al gris plateado de las pescaderías, la explosión de color de las frutas y verduras.
Son muchas y parece que procuran surtirse de los huertos y campos de frutales próximos. Ni siquiera a Huelva van a por las fresas, que traen, y muy buenas, de la propia Chiclana. En el animado maremágnum del mercado me llamó la atención un gran puesto en el que hasta ¡quince! vendedoras despachaban frutas y verduras a las parroquianas en medio de una animada algarabía.

Retinta, pollo campero y queso payoyo
En las carnicerías, estupendos cortes de la raza local, la retinta, que ofrecen en su punto exacto algunos restaurantes de la zona de los que hablaré otro día.
Da gusto ver los pollos de campo, pálidos de piel, sin la trampa del colorante amarillo que termina destiñendo en la olla. El propio granjero estaba descargando los lustrosos ejemplares que había sacrificado aquella mañana. Por cierto, en el Mercado de Chiclana, el pollo, los huevos y, en general, todo lo avícola se compra en las recovas, el arcaico nombre de las pollerías. La tienda de las especias era otra tentación, con sus llamativos colores expuestos en cilindros transparentes… y la panadería, con más de diez clases de elaboraciones artesanas. Por supuesto, compré un queso payoyo, un queso casi desconocido que, sin embargo, los expertos sitúan entre los mejores del país. Se hace con leche de cabra payoya, en Grazalema. Hay muchas variedades, incluso una curada en Pedro Ximénez, que habrá que probar
algún día

Churros y caracolillos
A la salida, vi con cierta gula el puesto de caracolillos (cabrillas) que, en temporada, nunca faltan a la puerta de un mercado andaluz,
pero era mejor hora para un café con leche con churros, calentitos, recién hechos, en una de las churrerías que en Chiclana abundan como los burger en la Gran Vía. Unos pocos días en la bahía de Cádiz han sido un placer para los sentidos. Playas de película, aún medio vacías; pueblos blancos que, para que no te deslumbren, hay que mirar con lente oscura, como los eclipses; la gente más simpática y amable que existe (Si, posiblemente, también la más graciosa: hablamos de Cádiz) Y la gastronomía. Con productos como los que compré en el Mercado de Abastos de Chiclana, se pueden hacer milagros en la cocina, y eso es lo que hacen en algunos restaurantes y bares de tapas de los que hablaré la semana que viene.
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20 de enero de 2015

Mercado de Barceló

















El bar mercado de Barceló es como los de toda la vida: una sencilla barra donde sirven cañas, botellines, carajillos, copas de coñac (Veterano, por supuesto) o de anís y, pásmense, no tiene ginebra. No es que no tenga una carta exhaustiva de ginebras, nacionales y de importación, es que no tiene ni una mala botella de Larios.La clientela: a juego. No parece un sitio para hípsters.
Lo extraordinario no es encontrarse un bar de este tipo en un mercado: todavía hay muchos parecidos; lo extraordinario es que el mercado de Barceló acaba de ser reconstruido por uno de los mejores estudios de arquitectura de España (Nieto Sobejano que han hecho una obra soberbia), que está situado junto a la calle de Fuencarral, haciendo frontera entre Malasaña y Chueca y que, a pesar de todo, no se ha convertido en una barra gigantesca, sumándose a la estela que dejó el exitoso Mercado de San Miguel.
El Mercado de Barceló, con su arquitectura de vanguardia, que sustituyó a la fea y decrépita galería Barceló; con sus ascensores y rampas rodantes, ideales para el carrito de la compra; con sus alegres puestos de diseño, sigue siendo el mercado de toda la vida, donde te despachan los fruteros de siempre, el pescadero ha mejorado el género, pero sigue siendo el pescadero de confianza que te prepara la pieza como mandan los cánones, y el carnicero sigue trayendo esos cortes de carne que gustan a la clientela, como le dice la experiencia de tantos años tras el mostrador. Carnicerías, pescaderías y fruterías, comparten los amplios pasillos con la charcutería, pollería, la casquería, los encurtidos, el puesto de lácteos, el ultramarinos “Anita” o la panadería que también vende pastas a granel: una delicia para quienes, en cada remodelación de un mercado, empezábamos a ver una amenaza.

Hay algunas concesiones al cosmopolitismo, como la tienda de productos italianos, el puesto de comida japonesa, con sus sushis y sasimis, el de empanadas argentinas, la frutería biológica o algún que otro local con el apellido gourmet, pero parece más producto del mayor espacio disponible que de la intención de arrinconar el mercado tradicional. En cierta forma está en las antípodas del cercano mercado de San Antón o el más reciente de San Ildefonso, que han abandonado su vocación de proveedores de ingredientes para la cocina familiar para convertirse en auténticos centros comerciales de la tapa, con sus franquicias y todo. Bienvenido sea. Yo, que me considero lisboeta de adopción, empezaba a creer que esa tendencia, la del mercado como sucesión de barras y no de puestos, era ya imparable cuando vi que parte del Mercado da Ribeira, la gigantesca lonja de Lisboa que alza su cúpula neobarroca frente a los muelles del Tajo, se había convertido en uno de esos “centros gastronómicos” multitudinarios.

No es que reniegue de estos centros, pero creo que sería bueno que busquen otros locales y dejen que los mercados de toda la vida, remodelados o no, sigan cumpliendo su función de proveedores de alimentos para familias del barrio. En estos tiempos en que la cocina y la gastronomía arrasan en los medios de comunicación, se da la paradoja de que se cocina en casa menos que nunca y podríamos encontrarnos con que, los pocos que quieran cocinar, van a tener dificultades para hacer la compra.

De momento, el rejuvenecido mercado de Barceló, todo nuevo y reluciente, tenía una abundante clientela este sábado. Que le dure mucho.
A la salida, me dí una vuelta por dos tiendas cercanas, que siempre me han gustado: Patrimonio Comunal Olivarero, la mejor tienda de aceite de Madrid, y Caperi, una muy buena tienda de productos italianos (pasta fresca incluida). Siguen manteniendo su nivel.

Mercado de Barceló
Barceló 6 
Madrid

Patrimonio Comunal Olivarero
Mejía Lequerica 1
Madrid

Capperi -Mercato Italiano
Fernando VI 2
Madrid

7 de octubre de 2014

Del productor al consumidor



Siempre me han dado envidia los mercados callejeros franceses. No esos mercadillos a la española con puestos que venden frutas y verduras compradas a los almacenistas, sino lo que se conoce como “marché fermier”, mercado de agricultores, en los que los campesinos y granjeros venden sus productos. En los puestos no se ven esos tomates perfectamente alineados y de un tamaño exactamente igual, que parecen clónicos. Todo lo contrario: no hay dos del mismo tamaño y forma, pero todos cumplen el requisito de estar recién arrancados de la mata en su punto de madurez. Lo mismo ocurre con la fruta: nada de cámaras frigoríficas donde toma aspecto de madura la que se cogió verde del árbol. O esos quesos que los granjeros te dan a probar, orgullosos del producto que han conseguido y que creen que es el mejor del mundo. Y qué decir de los embutidos, con sus mil fórmulas que son otros tantos secretos guardados por los granjeros como si fuese la de la Coca Cola. Los “marché fermier” son habituales en toda Francia y en internet hay páginas especializadas que informan de las fechas y lugares de celebración.
Sin que yo sea una defensora a ultranza de los productos de pueblo (los hay buenos, regulares y malos, como en todo) siempre me ha parecido que estos mercados ofrecen una mejor calidad, aunque sólo sea porque es el  productor y no un intermediario el que da la cara por lo que vende, el que se la juega. Además, el agricultor o ganadero consigue mejores precios que si tiene que someterse a la tiranía de las grandes distribuidoras. Y no sólo eso: como todo se cultiva o se cría cerca, se evita la mayor la contaminación que provoca el transporte de los productos desde lugares lejanos.
Aquí en España, salvo en algunos puntos del Norte, no existen esos mercados. Los mercadillos callejeros suelen ser fruterías al aire libre, con precios más bajos, porque necesitan menos instalaciones, pero con productos muy parecidos, cultivados a gran escala. Sin embargo,  parece que algo se mueve en ese terreno. Al menos, en Madrid., donde se puede decir que cada fin de semana hay un lugar donde los productores pueden vender directamente al consumidor.

Mercados al aire libre en Madrid
El más veterano es el Día de Mercado, que todos los primeros sábados de mes organiza la Cámara Agraria en sus instalaciones de la Casa de Campo. Este fin de semana, más de sesenta productores de la Comunidad de Madrid han vendido allí sus excelentes y, a veces, poco conocidos, quesos, aceites, vinos, carnes, hortalizas, panes y hasta anchoas y vermut.
El segundo fin de semana de cada mes, la cita es en el Mercado de la Buena Vida, una gran nave industrial en pleno Barrio de las Letras. Allí se venden productos con cierto marchamo gourmet, pero también procedentes directamente de quienes los cultivan y elaboran, aunque en este caso llegan incluso desde fuera de la Comunidad.
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Y el último en llegar ha sido el Mercado de Productores, que se celebra durante el último fin de semana del mes en el Patio Central del Matadero. Debutaron el pasado día 27 y fue todo un éxito. Casi setenta puestos donde una multitud pudo conocer, probar y comprar productos de la Comunidad de Madrid. Además hay cocinas donde se pueden preparar algunos de los productos adquiridos, actuaciones musicales e incluso talleres para que los más pequeños puedan hacer pinitos como cocineros: era una delicia verles con sus gorros de chef, poniéndose pringados con los ingredientes que manejaban: parecía que se estaban preparando para uno de esos anuncios de detergente. En conjunto, el tipo de productos es muy parecido al del mercado de la Casa de Campo, pero repasando la lista de participantes sólo coinciden unos pocos nombres, con lo que, si se visitan los dos mercados, se puede llegar a conocer casi todos los buenos productos del campo de Madrid. Porque, aunque muchos ni lo imaginen, el asfalto de la gran ciudad tiene un límite en el que empieza el campo, lleno de plantas y animales que están para comérselos.
Y si no se quiere abandonar el asfalto, el tercer fin de semana de octubre, en la Ciudad Universitaria se va a celebrar un mercadillo de comida callejera: MadrEAT. Ya se sabe, hamburguesas, perritos calientes, bocatas de calamares, cerveza, vinos por copas… Según sus promotores, entre los que hay algunos importantes cocineros, se trata huir del concepto “comida basura” que parece asociado a estos puestos callejeros de comida, para ofrecer productos y elaboraciones de calidad. Puede ser una buena forma de pasar el fin de semana.

Día de Mercado
Pº de la Puerta del Ángel, 4
Recinto ferial Casa de Campo
Próximo: 4 de octubre

El Mercado de la Buena Vida
Gobernador 26
Madrid
Próximo: 11 y 12 de octubre

MadrEAT
Jardín Botánico de la Universidad Complutense.
Avda. Complutense, 12
Madrid
Próximo: 18 y 19 de octubre

Mercado de Productores
Matadero Madrid
Paseo de la Chopera 14
Próximo: 25 y 26 de octubre

7 de mayo de 2014

La Provenza

















En La Provenza, la cocina de los restaurantes cierra a las 2 de la tarde. Por la noche, si pides mesa para cenar después de las nueve, el maitre arquea la ceja y, tras mostrarte tu desolación (je suis désolé), te aseguras que ya no es posible. Por lo demás, La Provenza es uno de los sitios más agradables para vivir que conozco. Lo mismo pensaba Peter Mayle, un inglés que decidió quedarse allí a vivir. Lo contó en un libro, cuyas ventas le hicieron millonario, pero que, a la postre, fue su perdición. Alcanzó tanta popularidad, que los turistas llegaban a invadir, cámara en ristre, el jardín de la casa que se había acondicionado en un pueblo remoto de la montaña de Luberon. Al final tuvo que venderla. El libro en cuestión se titula Un año en la Provenza y es una delicia. Hay quien dice que su éxito de ventas es culpable en parte de que la Provenza se pusiera de moda y los precios subieran a ritmo de burbuja.
Aprovechando la semana del puente, hemos hecho un viaje con Jorge y Pilar por esta región a la que, en un rasgo de humor burocrático, ahora se conoce como PACA (Provenza-Alpes-Costa Azul).

Los mercados
Esto no es una guía turística, así que sólo algunas notas gastronómico-culinarias, que al fin y al cabo es el leitmotiv de nuestro blog. Lo más interesante, los mercados. Callejeros o en espacios cerrados, son extraordinarios. En todos hay una exuberante oferta de productos frescos de calidad que terminan desatándote los jugos gástricos. Da envidia la enorme cantidad de variantes que se ofrecen de cada producto: si se trata de patatas, las hay se siete u ocho clases distintas, según como se vayan a cocinar; las lechugas son tan variadas que es difícil elegir; los panes con un número de formatos y texturas inimaginable en las austeras tahonas españolas; o los embutidos, especialmente salchichones, que te atraen con un imán por sus aromas.
 Y los quesos… En un país en el que las comidas terminan con la tabla de fromages, los tenderos se afanan en ofertar variaciones y procedencias para todos los gustos, como en esa Maison du Fromage de Les Halles Centrales de Aviñón, donde la amable Cathy, en un español casi perfecto, aprendido en las playas de Sitges, nos despachó un surtido de quesos (Savoie fermière, Ossau de Iraty, Chabochou, Camembert y Rollot) que espero extraordinario.

En Francia, que ha desarrollado los hiper como nadie en Europa, la complicidad de clientes y tenderos, mantienen todavía las pequeñas tiendas de barrio con un surtido a prueba de las parroquianas más exigentes. En esto, las dos partes son muy importantes. Como leí hace poco, no hay que preguntar cuándo desapareció el ultramarinos del barrio, sino cuando dejé de comprar en él.
En los barrios de las ciudades francesas también hay pequeños comercios de menaje, donde se encuentra de todo. En uno de ellos, Culinarion, me compré el artilugio de la foto, que pronto utilizaremos en una de nuestras clases. ¿Alguien sabe qué es?
Y si no encuentras lo que buscas, puedes probar en los vide grenier que se organizan cada dos por tres en barrios o pueblos y en los que la gente vende a precios de ganga las cosas viejas que le estorban en las casas. En uno, a las afueras de Arles, compré media docena de copas muy bonitas por tres euros.

A la mesa
En cuanto a la comida, me llamó la atención la generosidad con que utilizan el ajo, sobre todo en las zonas del sur. Los aliolis, las bullabesas, el pistou… todo lleva su cumplida y olorosa ración de ajo. Un fuerte ali oli llevaba un estupendo bacalao, con patatas, zanahorias y judías verdes que me pusieron en un restaurante de Arlés, una ciudad histórica que rezuma ambiente taurino por los cuatro costados y donde no es difícil tomarse un contundente quiso de carne de toro en cualquier restaurante.
Con el buen tiempo, varios días hemos comido al aire libre, en esas terrazas a la sombra de los grandes plátanos, que te puedes encontrar en cualquier plaza de Aix-en-Provence, Arlés o Aviñón. Comida sencilla, cocinada y presentada con esmero y a precios razonables: ¿se puede pedir más?

Una dirección gourmet, el bristrot A coté, en Arlés. Es la segunda marca de Jean Luc Rabanel, un chef que tiene dos estrellas Michelin en el restaurante de al lado: L’atelier.
En un ambiente desenfadado, de mesas pequeñas y sin mantel, tomamos unos finísimos espárragos de la Camargue, con salsa holandesa aromatizada a la naranja, un foie gras de pato a la pimienta, extraordinario o una gardianne de toro realmente estupenda. En los postres, nos encantó la magnífica tarta de peras y almendras. El menú con postres (excelente la empanada de piña con salsa helado de azafrán) y vino salió a menos de 50 euros por cabeza lo que, a ese nivel y en Francia, es barato.
Una delicia, desde todos los puntos de vista, este viaje a la Provenza, que fuera de temporada alta es muy agradable. En los meses de verano, la cosa no pinta tan bien, sobre todo en las localidades más turísticas. Un pueblo como Les Baux recibe al año dos millones de turistas, lo que supone una media de casi seis mil diarios para una localidad de unos mil habitantes. No me extraña que, en Vauvenargues, donde Picasso compró un chateau, en cuyo parque está enterrado, los vecinos se hayan opuesto a la creación de un museo del pintor: no quieren ver alterada su tranquila existencia, al pie del monte Sainte Victoire, por hordas de turistas que, como dice su alcalde, convertirían la población en un gigantesco aparcamiento jalonado de tiendas de postales. Todavía queda gente sensata.
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21 de enero de 2014

Makro, también para quien no hace la compra con furgoneta

















La imagen que la gente tiene de Makro es la de un almacén donde se aprovisionan los grandes consumidores: bares, restaurantes, comedores de colegios, etc. que se benefician de mejores precios por comprar en grandes cantidades. En Makro no se compra un kilo de azúcar, sino un paquete de 10 kilos. Las latas de tomate en conserva pueden ser de 5 kilos y el envase normal de aceite contiene otros tantos litros. Tamaño industrial, podemos decir, como industrial parece el diseño de estos almacenes, donde es habitual ver por los pasillos las carretillas elevadoras llevando grandes palets de un sitio a otro. En el aparcamiento abundan las furgonetas. El otro día una del ejército estaba aparcada junto a la del Colegio Seminario de Las Rozas de Puerto Real: comedores colectivos. Los mismos carros no están preparados para la compra al menudeo, sino para que, sobre ellos, se puedan apilar cajas de vino junto a sacos de harina o pescados en sus grandes embalajes de poliuretano. Todo eso es verdad y, sin embargo, Makro es uno de mis sitios de compra favoritos, concretamente el cercano a Tres Aguas, más pequeño que los gigantes de Leganés o San Sebastián de los Reyes pero más manejable.
Casi cada semana hago allí la compra de los ingredientes que utilizamos en los cursos de cocina y de muchos otros productos para mi casa.
Frutas y verduras: lo que no encuentras en otros sitios
En la frutería hay que comprar las naranjas en cajas de 10 kilos, pero en mi casa comemos muchas y estas suelen ser de las mejores, porque está enfocada a los restaurantes que no pueden fallar en la calidad de los productos que sirven en sus mesas.
Con todo, la calidad no es lo más interesante de la frutería: atrae todavía más la variedad, la increíble diversidad de verduras, hortalizas, tubérculos, hierbas o setas que allí encuentras. Desde esas zanahorias o puerros mini, que pueden medir cinco dedos, hasta los brotes de ajo, alfalfa, cebolla o col que rematan tan vistosamente algunos platos. Desde las delicadas acelgas rojas, a los mil aromas de la hierbabuena, la albahaca el tomillo o las más raras como la salvia o la hierba limón. Pimientos verdes, rojos, amarillos, naranja, lechugas de todos los tipos o frutas exóticas que requieren un tratado de botánica para reconocerlas: casi todo lo que pueda exigir el capricho de un cocinero lo encuentras allí y, aunque te tengas que llevar un buen paquete de cebollino, el precio es poco mayor que esas raquíticas raciones de otros hiper. Eso sí, algunos caprichos se pagan y una bandejita de fresas silvestres de apenas doscientos gramos puede salir por 8 euros más IVA.
Pescadería: casi un puerto de mar
La pescadería es aún más deslumbrante. Tienes que comprar las piezas enteras y no te las filetean, pero pasarás dificultades para elegir entre tanta variedad, sobre todo a primera hora de la mañana, antes de que los restaurantes hagan la comanda. Rodaballo, lubina salvaje, mero, dorada, rape, atún, urta se exhiben exuberantes al lado de gambas, cigalas, langostinos, bueyes de mar, camarones, nécoras o centollos. Y almejas, vieiras, berberechos, mejillones y navajas junto a pulpos, chipirones o calamares: lo que pidas. Los precios son razonables, aunque al final, como te llevas cantidades que necesariamente tendrás que congelar en parte, la cuenta sube.
Me interesa menos el departamento de quesos y lácteos. Tiene una variedad razonable, pero sin exquisiteces, como ocurre con el de embutidos. No está mal el enorme departamento de congelados, tanto de pescado como de carnes, sobre todo por la increíble oferta que se puede ver en sus interminables lineales de arcones frigoríficos. Yo suelo llevarme de allí las pastas (kataifi, philo, etc. ) que no encuentro en otras partes y, cuando hay ofertas, suculentos foies y micuits.
Pecados de la carne
La carnicería es también estupenda, con sus formidables piezas con todo tipo de cortes y preparados de vacuno, cerdo, cordero o pollos y pavos que no encuentras en otros sitios.
 Casi siempre hay ofertas a precios muy convenientes y además, de vez en cuando, sacan la plancha y organizan catas de sus productos. Es una tentación, porque terminas llevándote cosas que no estaban en tu lista. No quiero olvidarme de la morcilla de Burgos: es de las mejores.
Y un buen vino
Y la bodega. Sin duda la mejor de la zona. Por supuesto están todas las marcas más conocidas, sobre todo de Rioja, Ribera de Duero o Rueda, y tienen una amplísima oferta  de cavas, champagnes y finos y olorosos, algo que no es habitual en otras grandes superficies. Pero, además, se puede encontrar una enorme variedad de propuestas alternativas, con vinos de cualquier denominación de origen, seleccionados con muy buen criterio y excelente relación calidad precio. Si te dejas aconsejar por Rubén, el encargado, todo un finalista del premio nariz de oro, puedes llevarte sorpresas muy agradables.
Curiosamente, lo más interesante de Makro son los productos frescos, aunque haya que comprarlos en cantidades bastante grandes. El resto, lo que antes se llamaba ultramarinos, es una oferta muy parecida a la de otras grandes superficies, con el inconveniente de que si quieres una latita de guisantes, te tienes que llevar un pack de doce. Ahora, si compras para una familia numerosa como las de antes o a medias con la vecina,, la propuesta de grandes formatos de Makro cobra mucho interés. En ese caso conviene tener un buen congelador.
Para comprar se exige un carnet que se puede conseguir fácilmente si tienes una empresa o eres autónomo. Y si no, todos conocemos a alguien que nos puede dejar un carnet y ellos no ponen ninguna pega cuando se lo enseñas.
Atención, que los precios están sin IVA. Al menos la cifra que más llama la atención, aunque al lado te ponen el precio definitivo y el coste por kilos o litros. Conviene tenerlo en cuenta para no llevarse una sorpresa cuando la cajera te dé el tiket de compra. 
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14 de enero de 2014

Campo de' Fiori

















Todos los días, antes de que salga el sol, el Campo de’ Fiori, una hermosa plaza romana a un paso de bella Piazza Navonna, se convierte en un mercado de frutas y hortalizas al aire libre. Por la noche es el centro de la movida romana. No está mal la convivencia de esos dos mundos tan diferentes que acoplan sus horarios de madrugón y trasnoche. 
Yo elegí la mañana, cuando la plaza se llena de color con los puestos de fruteros, hortelanos, especieros y, por supuesto, de pasta que desde hace casi 150 años surten al barrio, en pleno centro de Roma.
La plaza, un amplio rectángulo limitado por hermosas y desconchadas mansiones, tiene un pasado tenebroso: en tiempo fue el lugar de las ejecuciones y allí fue quemado en la hoguera, Giordano Bruno, aquel dominico napolitano hereje para católicos y calvinistas. Su estatua preside ahora a la plaza y en torno a ella se organizan los puestos entoldados que componen un abigarrado conjunto de mil colores al que ponen banda sonora los gritos de los vendedores para llamar la atención de las clientas.
En el Campo de’ Fiori hay sobre todo frutas y hortalizas, pero en una variedad increíble, para quienes estamos acostumbrados al monopolio de la lechuga y la escarola de las ensaladas españolas. Se puede comprar cualquiera de las verduras que encontramos aquí pero con muchas variedades. Habrá seis o siete clases de lechugas; nabos con multitud de formas y colores; tomates enormes, minúsculos y medianos, secos o de puro jugo, casi siempre de un rojo subido; calabazas de todas las formas y calibres, que parecen a punto de convertirse en carrozas… Pero aún me llamaron más la atención verduras y hortalizas que aquí no son habituales o que ni siquiera conocía. No sólo la rúcula, que ahora se pone tanto en las ensaladas finas, sino también el ruibarbo, la achicoria, el hinojo, la flor de calabacín o la extraordinaria variedad de patatas.
Quizá esa palabra, variedad, sea la que mejor defina este mercado. Lo mismo que de verduras, hay decenas de tipos de pastas, quesos, embutidos, cebollas, pimientos, hierbas, especias… La italiana, cuando hace la compra, no pide una lechuga, sino ese tipo especial de lechuga que va a aliñar con unas hierbas muy determinadas a las que añadirá aquel pecorino que tienen en la formaggeria de la esquina.
Me llamó la atención como las verduleras no venden por piezas enteras –una lechuga, una escarola- sino que las separan por hojas, como esos preparados para ensalada de los supermercados, y las cobran al peso.
Son incontables las combinaciones de colores y sabores que consiguen con las hierbas. Y la increible variedad de especias que utilizan para matizar sabores de sus pastas, ensaladas y guisos.
Me hubiera llevado de todo, aunque sólo fuera para probarlo, pero las aerolíneas low cost son muy estrictas en materia de equipaje y, bien a mi pesar, me tuve que conformar con una trufa blanca que, aunque grande en precio, ocupa un espacio mínimo.
Pero salí embriagada de colores, olores y sabores en este Campo de’ Fiori que, con razón, las guías presentan como una de las atracciones turísticas de Roma.
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23 de septiembre de 2013

Mercados

















Ya sabéis cómo me atraen los mercados: es lo primero que visito en cualquier ciudad. Este verano he estado en algunos muy interesantes. Por orden cronológico,  el primero fue el Mercado del Carmen, en Huelva.  Es muy moderno. Por fuera, llama la atención su fachada colorista y metálica que esconde un enorme aparcamiento de varias plantas en altura. En la planta baja es donde encontramos el mercado, muy funcional, con sus 180 puestos en acero inoxidable, idénticos todos. Se distinguen por los colores de los rótulos: verde para las fruterías y verdulerías, azul para pescados y mariscos, rosa fuerte para carnicerías y charcuterías… En el mercado del Carmen hay excelentes fruterías -el campo de Huelva no sólo produce fresas-, muy buenas carnicerías, charcuterías bien surtidas (Jabugo, para quien  no lo recuerde, está en Huelva) y,  sobre todo, pescaderías extraordinarias. Pescaderías que ofrecen lo mejor que llega cada día de los puertos de Ayamonte, Isla Cristina, Palos o la propia Huelva. O de Portugal. Daba gloria ver las gambas blancas de Huelva, el atún de almadraba de la cercana Barbate, las coquinas o los jureles plateados, que casi deslumbraban. 
Pero lo que más me llamó la atención fueron los puestos de “chocos”, la sepia típica de la zona, que allí se prepara de mil maneras distintas. Y cuando digo se prepara, me refiero también a las distintas formas en que lo limpian y cortan en los puestos de chocos. El “choquero”  -vamos a llamarle así- pregunta a las clientas cómo lo quieren, y a continuación lo limpia y lo trocea si se va a hacer a la plancha, lo pica si se quieren hacer las riquísimas albóndigas de choco, e incluso los adoba, con ajo y perejil a gusto del comprador. ¡Una delicia! No es extraño que en un mercado muy concurrido, los puestos de chocos tuvieran las colas más largas. Por supuesto, compre chocos y con el picadillo y el adobo que le añadieron hice unas albóndigas de chuparse los dedos. También compré vinagre del Condado, otra de las maravillas gastronómicas de Huelva y, según creo, el único con denominación de origen en toda España. Una exquisitez

El mercado de pescados de Nador
En cuanto a instalaciones, el segundo mercado de este verano era el polo opuesto de los funcionales y asépticos puestos de Huelva: el mercado de pescado de Nador, una dependencia del abigarrado zoco de esa ciudad marroquí, vecina de Melilla. No creo que el más tolerante de los inspectores de sanidad español pudiera pasar por un sitio así sin ordenar el cierre fulminante. 
















Suelos encharcados, desconchones, moscas, pescaderos desaliñados… pero un pescado tan bueno o mejor que el de Huelva y mucho más barato. Aprovechando los precios, mi hermano, que es un experto en los mercados de la zona, se hizo con una buena partida de ventresca y una enorme langosta, viva aún, que tras pasar por la plancha resultaron una delicia en la mesa. Me hizo gracia ver como los pescaderos se sitúan casi metro y medio sobre la altura del suelo y cortan el pescado con una especie de machetes larguísimos que manejan con gran habilidad. Como iba de invitada, solo me llevé un manojo de oloroso de hierbabuena para contrarrestar los “aromas” del sitio.

El mercado de Zaidía
Los mercados marroquíes tienen siempre un puesto de hierbabuena. Un puesto que sólo vende esa olorosa hierba con la que se aromatizan muchos platos y es un ingrediente básico del té moruno.
En el mercado de Zaidía, a pocos metros de la frontera con Argelia, tampoco faltaba la hierbabuena. Este mercado casi parece medieval. Entrar allí es retroceder en el tiempo, y sumergirse en un mundo de olores, colores, voces que por aquí desaparecieron hace tiempo. Pocas carnicerías, que básicamente venden  cordero,alguna pescadería sin gran oferta, a pesar de la proximidad del puerto pesquero, y enormes puestos de frutas y verduras, llenos de colorido. Sandías, melones, tomates, higos, uvas, ciruelas estupendas, que son recolectadas en su punto justo de madurez y casi siempre en piezas gigantes. En un corralito también había unas gallinas picoteando por el suelo. Preferí no saber que es lo que hacen con ellas si pides una para hacerla en pepitoria.
A unos centenares de metros, en el puerto deportivo, tiene un hiper la gran cadena marroquí de supermercados  Marjane. No es fácil distinguirlo de un hiper de cualquier país de Europa, salvo porque tiene un surtido extraordinario de cous cous, vende cosas tan raras aquí como el aceite de argán o el vinagre de alcohol (no de vino) y tiene las bebidas alcohólicas en un departamento cerrado con llave para los marroquíes, que sólo te abren si te ven con pinta europea. No sé si el velo de la cajera era parte del uniforme.
PD Y, por supuesto, estuve en Super Turre. Eso no hace falta decirlo.
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