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21 de enero de 2020

¿No volverá Lisboa antigua y señorial?

  
El Mercado da Ribeira de Lisboa recibe 8 millones de visitantes cada año. Sólo una mínima parte va con el carrito de la compra a una de sus tres alas, en la que languidecen, sin apenas clientes, hermosos puestos de verduras, frutas, pescado, carnes y bacalao. En la nave de al lado, una multitud trata de hacerse con una bandeja de comida y pelea por un minúsculo espacio en una de las larguísimas mesas corridas que la atraviesan.
Son turistas, modernos, hípsters y demás tribus amantes de las modas, que, posiblemente, nunca hicieron la compra en un mercado de verdad. El Mercado da Ribeira, ha sido siempre, desde que lo mandó construir el Marqués de Pombal, el auténtico vientre de Lisboa. Pero de eso ya sólo queda la fachada, que recuerda a Macao, y esa extraña cúpula que permitió a los lisboetas bautizarlo como “A mesquita do nabo”. De hecho, el mercado ya no se llama de la Ribeira, sino Time Out Market, porque lo promueve esa empresa de guías turísticas y de ocio que ya tiene previsto ampliar la franquicia a otras capitales del mundo. La senda exitosa que abrió el Mercado de San Miguel (he leído en algún sitio que recibe 11 millones de visitantes al año) se ha convertido en una autopista. Yo estuve este sábado en el de Lisboa y me sentí abrumada por la multitud. Aunque algunos de los más afamados chefs portugueses han plantado allí sus puestos (algo parecido al Platea madrileño) no creo que se pueda disfrutar comiendo encaramada en un taburete en el pequeño espacio que se ha conseguido a codazos y, posiblemente, alejada de tu pareja, que sólo encontró sitio dos metros más allá.
Así que nos fuimos a un restaurante popular del barrio de Rato, que ya conocíamos de otras veces, y allí nos zampamos un estupendo gallopedro y un bacalhau a Braz, en su punto, mientras que charlábamos amigablemente con el dueño, que resultó ser de Vigo y que, además de presentarnos a sus hijos, nos explicó como está reduciendo el almidón a la creme brulée para que no sea excesivamente dulce y que la tuesta con un quemador, porque el soplete termina dejando sabor a gas. Dos platos, postres, cervezas, vino y agradable conversación (el sábado para nosotros, nos dijo el gallego, es casi un día de descanso) hicieron una cuenta de 21,90 euros. El local, ahora que lo pienso, no tiene ni nombre, pero parece que no lo necesite, porque diariamente lo llena la gente que trabaja cerca. En todo caso, está debajo de la farmacia situada en un extremo del Largo de Rato.

El turismo masivo no puede con todo
La “turistización” de las ciudades está provocando cambios drásticos y no siempre a mejor, a no ser que solo hablemos de economía. Sin salir de Lisboa
 
vi, como me temía, que la famosa casa de los Pasteis de Belem tiene unas colas interminables de gente que funciona a golpe de selfie y que, posiblemente, vayan a comerse el pastelito de nata al Starbucks que han abierto al lado. Mientras, el centro, sobre todo el Bairro Alto, se está reconvirtiendo a golpe de dinero y diseño en algo "cool" y caro, pero impersonal. Aunque no todo está perdido.
A la salida del metro en el largo de Chiado, todavía abre sus puertas, orgullosa, la Barbearia Campos, donde a principios del siglo XX se arreglaba el bigote el mismísimo Eça de Queiroz. Y, en A Ginginha de Rossio, te siguen sirviendo, a pie de calle, ese curioso y dulzón licor de cerezas que tanto gusta a nuestros vecinos.
En fin, gastronómicamente, de mi corta escapada a Lisboa me quedo con el recuerdo del restaurante
Sacramento donde comimos una estupenda corvina sobre risotto y un plato que reunía tres formas distintas de cocinar el bacalao, lo cual simplifica mucho las cosas si eres de las que quiere tomar bacalao y no termina de decidirse entre las mil maneras distintas que lo hacen en Portugal.
Y el recuerdo también de un arroz con pescado (cherne) en Pata Roxa, frente a la playa de Caparica: un local a rebosar en el que no te imaginas como son capaces de dar el punto perfecto a los platos en medio de esa vorágine.
Así que no todo está perdido. Más allá de la turistización, la gentrificación, la especulación y demás plagas que terminan en on, sigue la Lisboa de siempre. No hay más que salirse unos pasos de los caminos trillados por las guías de viaje. Aunque hay pocas cosas comparables a un recorrido en el eletrico (tranvía) 28 y eso lo recomiendan todas.
Y, de vez en cuando una bica, ese delicioso y mínimo café que apenas cuesta un euro, acompañada por un dulce y calórico pastel de nata, aunque no lleve el sello de excelencia de la Pastelaria de Belem.


Restaurante Sacramento
Calçada do Sacramento 46,
Lisboa
Tfno: +351 21 342 0572

Restaurante Pata Roxa
Avda. General Humberto Delgado 23
Costa de Caparica (Almada
Tfno: +351 21 291 8644

14 de enero de 2020

El Huarique: cocina casera de Perú en Alcorcón

Dos noticias: una buena y otra mala.
La buena: he descubierto un buen restaurante peruano en Alcorcón. La cocina internacional no está muy bien representada en nuestra ciudad. Algunos chinos de medio pelo, un par de italianos aceptables y para de contar, a no ser que consideremos cocina internacional los burger de franquicia y las pizzerías que sirven a domicilio.
La cocina peruana es la gran revelación gastronómica de los últimos años. Hablando de comer, con el país andino ocurre lo que ya pasó en España en los primeros compases del siglo, una explosión de creatividad que por fin consigue ser conocida y reconocida en el mundo.
El descubrimiento ha sido tardío, porque El Huarique lleva ya dos años abierto en nuestra ciudad, pero hace honor a su nombre y es difícil de encontrar. La expresión quechua huarique se puede traducir, y, de hecho, así lo define la RAE, como escondrijo. Para los aficionados a la buena mesa, un huarique sería uno de esos locales, pequeños, humildes y casi secretos donde se come bien. Este Huarique está en una callejuela impersonal y desangelada, perpendicular a la calle de Los Cantos por la que nunca pasa nadie. Su fachada no es muy llamativa y en su interior encontramos la decoración de esas cafeterías de los años ochenta, con una larga barra a un lado y mesas adosadas a la pared en el otro. No falta una gran pantalla de televisión que emite, “non stop”, ritmos latinos.

Atención: cocina Zully
Y entonces, aparece la cocina de Zully, que no entiende de definiciones. “Ni nikkei, ni chifa: platos caseros como los que se hacían en mi casa” nos dice esta simpática cocinera que lleva ya muchos años yendo y viniendo de su Perú natal.
La mala noticia es que El Huarique va a cerrar dentro en un par de meses, porque sus dueños han echado el ojo a un local en Aluche donde piensan que les va a ir mejor, entre otras cosas, porque allí, la colonia latina es más grande y estarán en un sitio más transitado.
Merece la pena hacerles una visita antes de que echen el cierre. Y, muy probablemente, te queden ganas de seguirles la pista por su nuevo “escondrijo” para apuntar en la agenda una de esas direcciones secretas dónde se come muy bien. En definitiva, un huarique.
Zully y Hugo
Y, auxiliada por Hugo, su yerno, va trayendo a nuestra mesa la causa limeña, el rico cebiche de pescado (“Se come mejor con cuchara”, aconseja Hugo), tamales de cerdo, yuquitas fritas con su salsa, picante o muy picante, si se quiere. Todo está muy bueno, un poco como los guisos de nuestra madre cuando recalamos en casa. Yo me imagino que cuando una pareja de emigrantes españoles de los años sesenta decidía montar una casa de comidas, pongamos en Düsseldorf, cocinarían así: gazpacho, tortillas de patatas, fabada, paella, pisto, marmitako… y, de postre, arroz con leche. En el Huarique, Zully hace también los ajis de gallina, choclos, tiraditos, tamales y demás elaboraciones que aprendió de su madre cuando era jovencita. Todo está muy rico y mejor si se acompaña con una cerveza Cuzqueña, que no puede faltar en un huarique como Dios manda. Si culminas con una tarta de tres leches o, en días escogidos, un suspiro de limeña y lo celebras con un pisco sour, sales de este escondrijo más contento que unas pascuas, porque tampoco la minuta que presentan hace mucho por empañar la satisfacción.


El Huarique
Calle Mingo Fraile 3
Alcorcón
tfnos: 606 041 636
          918 327 552

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19 de noviembre de 2019

¡Que aproveche!

Cuando uno sale del restaurante Hnos. Míguez, no le queda otra que desear que les aproveche a los comensales que permanecen en el local. En este sentido, parece que el tiempo se ha detenido desde que, en 1973, los dos hermanos Míguez, recién llegados de Galicia, abrieron este local en una callejuela del Alto Extremadura. En los restaurantes modernos, ya nadie dice “que aproveche”: se considera poco fino e, incluso, pudiera parecer una forma de entrometerse en la intimidad de los demás. Vivimos tiempos individualistas en los que las relaciones interpersonales son difíciles y más entre desconocidos. Hace medio siglo, eso era lo que dictaban las campechanas normas de educación del pueblo llano y a nadie se le ocurría abandonar un restaurante sin el preceptivo “que aproveche”, dirigido a los comensales más próximos. Pues ese “que aproveche”, no es lo único que esta casa de comidas conserva desde su apertura hace medio siglo. Mantiene, por ejemplo, el entusiasmo de Arturo, hijo de uno de los fundadores, que se desvive entre las mesas para que todo el mundo se encuentre a gusto en su local. Mantiene impecable el local: parece que lo hubieran estrenado la semana pasada. Y mantiene el nivel de la cocina, que seguramente es la causa de la longevidad de este peculiar restaurante que, con menús a diez euros, ha terminado por aparecer en las páginas gastronómicas de alguno de los periódicos más importantes de España.

¿A la carta o menú del día?
En la puerta, escrito a mano con una letra difícil, un folio anuncia lo que vas a encontrar ese día en el restaurante: 8 primeros, 15 segundo y 7 postres. Es lo más parecido a comer a la carta, pero se trata de un menú del día. Entre los primeros, sopas, verduras y legumbres. Arturo tiene a gala no visitar Makro, metáfora que utiliza para dar a entender que no trabaja con preparados. Todo es natural, comprado fresco en el mercado y cocinado en la casa, con muy buena mano. Las judías verdes que tomé de primero me supieron y estaban cocinadas como las que yo hago en casa. Era buena la sopa de cocido (con fideos) que tomaron dos de mis acompañantes y otro se relamía de gusto con las judías “carillas” que pidió. También podríamos haber tomado la Sopa Castellana, que hacía siglos que no veía aparecer en un menú y que vi servir en los canónicos cuencos de barro de antaño. En los segundos, entre el variado surtido de carnes y pescados (“todos frescos”, insiste Arturo), se cuelan platos que seguramente ya estaban en la carta el día de la apertura, como la asadura de cordero que, de sólo leerla, puso a cien los jugos gástricos y la nostalgia de uno de los comensales.
Los pescados, efectivamente, eran frescos y con un punto de fritura más que correcto.

Los postres muy clásicos (flan, arroz con leche, natillas…) redondearon la comida que, con un vino de Rioja y agua mineral para quien la pidió, elevaron la cuenta a los 10 euros por comensal que reza el cartel de la entrada. No extras. Cada día suele haber un plato especial (Cocido, Rabo de Toro, Paella...) y los domingos se tira la casa por la ventana al precio, eso sí, de 12 euros.
Lleno asegurado: reserve
El lleno es total cada día. Cuando llamé para reservar mesa, un lunes, estaba todo completo y tuve que esperar al día siguiente. Pensé que sería el éxito fugaz tras ser recomendado en el periódico más influyente y que todo estaría lleno de ”foodies”. Nada de eso. La clientela es, sobre todo, gente del barrio y obreros que trabajan en la zona, y que deben de ser clientes de toda la vida porque Arturo llamaba por su nombre a la mayoría. Claro que cabe pensar que, dado el caluroso recibimiento que nos dispensó, para Arturo uno que llegó antes de ayer a su restaurante en un cliente de siempre.

Al final, la fórmula del éxito que dura en el tiempo no parece tan difícil: buenos productos, buena cocina y buen trato en un local agradable. Pero no todo el mundo tiene un Arturo al frente.
 

 
Restaurante Hnos. MíguezCalle Herminio Puertas 10
Metro Alto de Extremadura
Madrid 28011
Teléfono 609 01 00 19
 
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15 de octubre de 2019

Lakasa

Hay un detalle en el restaurante Lakasa que me conquistó a la primera: nada más sentarte a la mesa, antes de que traigan la carta, te ponen una hermosa botella de agua del grifo, filtrada y fresca. Es gratis. En los restaurantes franceses lo hacen siempre, no sé si por costumbre o por norma, y sería bueno que aquí tomáramos nota, más teniendo en cuenta que, como dicen algunos, en Madrid, abres el grifo y sale agua mineral. La costumbre, sin embargo, es que el maitre tuerza el morro si le pides una jarra de agua en vez de la embotellada a precio de atraco.
Lakasa conquista también, si vas a mediodía, por la luz. No tiene paredes, sólo grandes cristaleras que dan a la sala un ambiente extraordinario sin que por ello se tenga la sensación de comer en un escaparate.
Otra cosa que me gusta: prácticamente todos los platos se pueden pedir por medias raciones, con lo que es fácil elaborarse una especie de menú degustación. El vino también se sirve por copas, si se quiere, pero además es posible pedir media botella de una acertada selección que se sale de lo trillado (la carta completa de vinos es amplísima). El vino que sobra se vende por copas en la barra del bar que funciona todo el día y donde, a cualquier hora, se pueden pedir platos de la carta.
Además el servicio es eficaz y amable: muy amable.

Cocina de temporada
Pero a un restaurante se va a comer. Y allí se come extraordinariamente. No sé si merece la pena que enumere la variedad de platos que disfrutamos aprovechando eso de las medias raciones, porque la carta de Lakasa se adapta a la temporada como traje de licra. Ahora, acabo de repasar el menú y brilla la caza. En poco tiempo, si la lluvia ayuda, servirán extraordinarios platos de setas.
Cuando yo estuve, hace algo menos de un mes, era todavía un menú ligero, aún veraniego. Ligerísima y delicada era la lubina con zumo de fruta, jengibre y piñones que abrió mesa. Tiernas y sabrosas las verduras de temporada, que sirven salteadas sobre una crema de anacardos muy lograda. Más clásico, un guiso de pochas con codorniz engrasada estuvo irreprochable. La carrillera de ternera con puré de boniato, al parecer uno de los clásicos de la casa, subió un punto el nivel ya sobresaliente de la comida: una delicia que se deshacía en la boca. Y así hasta llegar a los postres, con un buen lingote de tocino de cielo, que, para mi gusto, andaba un poco justo de dulce, y una macedonia de frutas acompañada de un extraordinario puré de melocotón asado. El café es bueno y el pan, de tres tipos, extraordinario, uno de los mejores que he tomado hace tiempo en un restaurante.

Buena relación calidad precio
La cuenta viene a salir en torno a 100 euros para dos personas, lo que no es barato, pero empieza a parecerlo cuando se disfruta de ese nivel de cocina. Corre la voz de que Lakasa es el restaurante al que acuden los cocineros y no debe ser sólo un rumor. A nuestro lado de sentaban dos personas cuyos comentarios delataban su trabajo entre fogones.
Una experiencia estupenda este Lakasa al que habrá que volver, quizá este mismo otoño, para comprobar si es verdad la fama de excelencia con los platos de caza: en la carta se anuncian ahora clásicos como el civet de liebre, un pato azulón asado o una paloma torcaz tratada como “coq au vin”. Lakasa cierra los fines de semana, una costumbre que me gusta, aunque no sé si para un restaurante es lo mejor. En este parece que si: fuimos un martes a mediodía y estaba lleno. Es conveniente reservar.

Lakasa
Plaza del Descubridor Diego de Ordás, 1
A la altura de la calle Santa Engracia, 120
Madrid 28003

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8 de enero de 2019

Taberna Úbeda

Soy de las que mantienen la costumbre de ver las películas en los cines. No es que no las vea en la televisión, porque suelo adormecerme con esas de tarde de domingo que ya constituyen un género en sí mismas. Pero cuando me emociono, me aterrorizo o río de verdad es en una de esas confortables salas oscuras donde nada te distrae la pantalla, en la que muchas veces aparece la magia del cine. Me gusta escuchar las verdaderas voces de los actores y actrices y, por eso, suelo acudir a las salas en versión original (subtitulada), que, en Madrid, se concentran especialmente en el entorno de la Plaza de los Cubos y Martín de los Heros. Por la edad media de quienes ocupan las butacas próximas, soy consciente de que constituimos una especie a extinguir, aunque me gustaría que por ello se la protegiera de alguna forma que evitara su desaparición. Y creo que esas medidas de protección podrían empezar por la apertura  de bares y tabernas como Taberna Úbeda en las cercanías de los cines.
Me explico: cuando salgo del cine con mis amigos, solemos recalar en algún bar de las proximidades para tomar algo o charlar un rato de la película o de lo que se tercie, que la trajinosa vida actual no da muchas ocasiones para una buena, animada y tranquila conversación. Bien, pues desde hace un par de años que la descubrí, cuando salen los títulos de crédito y se encienden las luces de la sala, parece que los pies me llevan a Taberna Úbeda, en la calle Luisa Fernanda, casi esquina con esquina con el viejo Café de Viena.

Taberna Úbeda
Es un pequeño local, relativamente moderno, que, sin embargo, para los clientes habituales empieza ya a tener el poso de los bares de siempre, esos en los que una se siente a gusto si o si.
Tres mesas, tres barricas y una barra no muy grande constituyen el espacio donde Antonio sirve pequeñas delicadezas sacadas de la cocina clásica, pero que siempre llevan el toque que él sabe darles para hacerlas especiales.
Su lista, que puede verse a tiza en una gran pizarra que, en cierta forma, preside el local, es un recorrido por algunos de los guisos, fritos y elaboraciones de la cocina de toda la vida, pero reinventadas por este hombre que hace la compra, cocina, atiende la barra, sirve las mesas sin aparente esfuerzo e, incluso, da conversación: un “self man bar”, como lo ha llamado el crítico Fernando Point. No hay más personal. Sólo, los fines de semana, su simpática tía llega desde Úbeda para echarle una mano.
La última vez tomamos unas flores de alcachofa (ahora es la época ideal) hechas en aceite, realmente deliciosas, y una tortilla con anguila y tomate seco, para chuparse los dedos y un estupendo pollo massala, en el que la calidad empezaba en la carne del ave que nada tenía que ver con esos pollos industriales al uso. Pero podíamos haber optado por las estupendas albóndigas con trufa (uno de los emblemas de la casa); la ensaladilla rusa, que está como para gritar ¡viva el Zar!; el morteruelo conquense o su versión jienense: el paté de perdiz; las habitas baby, tiernas y frutales o la deliciosa ensalada con ventresca que hace con esos enormes tomates que exhibe en la barra a modo de reclamo… La carta, como digo, se puede leer en la gran pizarra que preside el local, pero se completa con los guisos de cuchara (o de tenedor) que se le ocurren cada día a Antonio cuando hace la compra. Y todo se redondea con un extraordinario pan, que le traen de una tahona de Getafe y con el que mojar en el aceite que trae de su Úbeda natal es una experiencia sin igual.
Claro que todavía cabe terminar el ágape con un pionono de Santa Fe, diminuto, porque las buenas esencias son de formato pequeño.
Buena cerveza para acompañar o, si se quiere, alguno de los vinos, blancos y tintos, de una lista muy reducida pero escogida con gracia.
Con esos principios y lo reducido del local, casi siempre está lleno, pero os aseguro que merece la pena intentarlo. Desde luego, yo lo intento. A veces, no sé si el cine no es una excusa para pasarme por Taberna Úbeda.


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20 de noviembre de 2018

Legumbres: más allá del plato de cuchara


Cuesta imaginar, en estos tiempos de dietas para adelgazar, que, históricamente, uno de los mayores problemas de los españoles haya sido cómo matar el hambre. No hay más que ir a la novela picaresca, la que con mayor crudeza ha pintado nuestra realidad, para ver que toda actuación de picaros y timadores no tenía otro fin que llenar el estómago, muchas veces con principio de telarañas. Se comía a salto de mata, lo que se encontraba, en un país donde la escasez ha sido constante a lo largo de la historia. Carnes, pescados, huevos eran manjares que para la inmensa mayoría sólo aparecían en sueños. El común de la gente, incluso los que podían comer varias veces al día, tenía que conformarse con alimentos más humildes, en los que buscaba matar el hambre y, sin saberlo, cubrir sus necesidades de proteínas. Y ahí era donde entraban en escena las legumbres. Garbanzos, judías y lentejas, junto con el pan, han sido durante mucho tiempo la base de la dieta de los pobres; las que, en cierta forma, han alimentado a este país casi siempre sumido en la pobreza.

“Si tienes pan y lentejas, para qué te quejas” 

Como siempre, el refranero interpreta sabiamente la realidad y, quizá, llega a su máxima expresión con aquel dicho que ha trascendido a los años de escasez: “Son lentejas. Si quieres las comes y, si no, las dejas”. Es decir, no había otra cosa que comer. Con la misma propiedad podría decirse garbanzos o alubias, pero la rima tiene esas preferencias. O quizá, simplemente, subyacían aquellos terribles años de la Guerra Civil, cuando, en un Madrid sitiado, la única comida disponible eran las llamadas “píldoras del doctor Negrín”, o sea, las humildes lentejas. Afortunadamente, esos tiempos de escasez parecen lejanos y cuando decimos “son lentejas…”, así, con puntos suspensivos, no hablamos de comida. Queremos decir “es lo que hay”, la expresión que seguramente hará olvidar a la de esas humildes leguminosas.
Ahora, que España juega en la Champios League de la gastronomía, esas legumbres han quedado relegadas y, aunque todavía resisten en menús del día y en la mesa cotidiana de comedores colectivos y de muchas familias, han salido de las cartas de los restaurantes que marcan tendencia. Por eso quiero traer aquí una iniciativa que tiene como marco el restaurante Kalma del Marriott Auditorium, el lujoso hotel en cuyo teatro se entregan cada año los premios Goya.

Jornadas de las legumbres 
Del 27 de noviembre al 1 de diciembre han organizado unas jornadas de las legumbres, en las que si, se podrá tomar fabada, alubias de Tolosa o potajes, pero como parte de un menú que pone al día por completo la cocina de las leguminosas. Sirva como ejemplo el enunciado de algunos platos: Ajo blanco de altramuces y chufas con mojama; Garbanzo pedrosillano frito sobre crema de apio nabo y cigala; Falso risotto de orzo, guisantes y trufa negra.
Menestra de habitas y achicoria con torrezno de Soria; Lentejas amarillas al pil pil, con cocochas de bacalao. O postres: Crema de alubia blanca, vainilla y bizcocho de albahaca; Tarta de queso con galleta de garbanzos castellanos… Son algunas propuestas del chef Javier Sáez-Bravo Martínez, en una carta muy bien pensada, de la que cada comensal compone su menú con un aperitivo, un entrante ligero, un plato con tradición y un postre, todos con un ingrediente principal: las legumbres.
No parece mala forma de que garbanzos, judías, lentejas, habas y guisantes vuelvan a la carta del restaurante. Todo por 30 euros, vinos incluídos.
Una deliciosa forma de justicia poética.
 
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6 de noviembre de 2018

¿Setas o Rolex? En el Cisne Azul, no hay duda

Otoño, ha llovido y salió el sol. Hay que darse una vuelta por el Cisne Azul. Allí, sólo a unos pasos de la bulliciosa plaza de Chueca, sigue en su mejor forma este bar que, hace muchísimos años, cuando aquel era un barrio difícil, fundó Julián Pulido, un cacereño oriundo de Serradilla. La fachada no anima a entrar, pero el Cisne Azul no es un bar en el que se caiga por casualidad, allí se va con un propósito muy definido: comer las mejores setas que se pueden probar en Madrid.
El escenario es antiguo, apenas se renueva el mobiliario, pero cuando llegas en una mañana soleada, con las mesas recién vestidas de sus inmaculados manteles de papel blanco, todo te indica que allí vas a comer bien. No puede ser que un sitio así, de una humildad imperturbable al paso del tiempo, sin otra mercadotecnia que el boca a boca por los años de los años, pueda ser la meca en Madrid de los amantes de setas, si no ofrece algo especial.
De entrada, los ojos se te irán sobre las cajas de setas, recién recogidas, que se ven en la barra. Sentada a la mesa, en la carta leerás sus nombres, siempre de variedades de temporada y, como el otoño es uno de los grandes momentos para las setas, esa variedad es casi interminable.
Pero hay que elegir. Y para empezar nos sedujeron con un Carpaccio de Amanitas. Finas láminas, apenas sazonadas de un sabor delicado y exquisito. El mismo Julián, ya jubilado pero siempre atento a que las cosas vayan bien, nos contó que las acababan de recibir de uno de sus proveedores de la zona de Gredos. Según la temporada, los proveedores del Cisne Azul, sin duda gente avezada y, quizá, únicos conocedores de los cálidos rincones donde crecen estas maravillas, van trayendo hasta este humilde bar lo mejor de pinares, hayedos y encinares de toda España.
Extremadura, la tierra natal de Julián Pulido, crió los Boletus con foie que tomamos a continuación. Bueno el foie, posiblemente no fuera extremeño, pero los boletus todavía no habían perdido el aroma del bosque de Cáceres en el que crecieron. Boletus y foie, una delicia que se deshace en la boca.
Terminamos con un Revuelto de cantarela con huevo y trufa negra que no superó lo anterior, pero que nos supo a gloria. Quizá para poner la guinda, deberíamos haber terminado con las amanitas, pero ¿quién corría el riesgo de que se acabaran, mientras tomas otras cosas? Porque, en el Cisne Azul, las setas son silvestres y siempre frescas y, a veces, llegan en tan pequeñas cantidades, que dejar pasar una primera oportunidad es quedarse sin un manjar.
Con una botella de un estupendo Tres Picos y alguna que otra caña, la cuenta nos salió por poco más de 80 euros para cuatro personas.
Total, que salimos de allí más contentos que unas pascuas. Y todavía nos quedó un ratito para tomar un castizo vermut de grifo en la vecina Bodega de Ángel Sierra, donde ejerce de vermutera una rusa, más castiza ya que la propia bodega.
Hay días a los que no se les puede pedir mucho más.

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23 de octubre de 2018

La Primera

La Primera, en este caso, no es una cadena de televisión. Ahora la tenemos oculta tras una de esas lonas enormes con publicidad que, periódicamente, envuelven las fachadas de las calles céntricas con el pretexto de la enésima restauración. Si no fuera así, la imagen nos indicaría que estamos ante una de las fotografías más reconocibles de Madrid: la de la esquina de Alcalá con Gran Vía, en el edificio que conocemos por el inquilino de su planta baja, la Joyería Grassy. Las que tenemos unos años, posiblemente hayamos ido a alguna boda al restaurante Sicilia Molinero, que hasta los años noventa estuvo instalado en la primera planta de este esquinazo. Ni con esa edad a la que nos referimos cuando decimos “unos años” recordaríamos el lujoso salón de té Molinero, que abrió sus puertas en 1917, cuando la Gran Vía todavía relucía de puro nueva.
Pues, en sitio de tanto abolengo está ahora La Primera, un restaurante que no podía llevar otro nombre, si tenemos en cuenta que está en la primera planta del número 1 de la Gran Vía.
La Primera llegó hace un año con muy buenas referencias, ya que es propiedad de la misma empresa que explota La Bien Aparecida, Cañadío (Madrid y Santander) y La Maruca. Con esos precedentes, si te sientas a su mesa, ya sabes lo que vas a encontrar: cocina tradicional sin atisbo alguno de esa fusión que, a veces, hace monótonos los menús. Cocina basada en un producto de primera calidad, un punto perfecto en su preparación y despojada de ese punto entre rural y cañí del que, a veces, pecan los restaurantes basados en la tradición.
Éramos varias personas y pedimos al centro de la mesa unas raciones de ensaladilla rusa, que resultó la mejor que he tomado en bastante tiempo. Tampoco desmereció nada la jugosa tortilla de patatas que pedimos para que probara Paula, la sobrina argentina, que comía con nosotros. Pero lo mejor fueron los buñuelos de bacalao, crujientes por fuera, cremosos por dentro y con un suave sabor al pez que le da nombre. Es una obviedad, pero hay tantas veces que de bacalao no tienen ni rastro…
Después, me pareció correcta la merluza a la Rula, una preparación en la que los sabores fuertes de la salsa quizá tapaban un poco la estupenda calidad del pescado que me sirvieron.
Rico, jugoso y tierno, el cordero al horno deshuesado que eligió uno de mis acompañantes. Perfecto de punto el tartar de novilla que pidió otro de ellos y muy bueno el Puntalete tratado como risotto, una forma apetitosa de preparar esta pasta. No encontré el toque diferencial a unos callos a la montañesa, por lo demás perfectos, pero sin nada que les distinguiese de los madrileños.
En los postres, carta muy corta que recupera los que han tenido éxito en los demás locales de la cadena: extraordinaria la tarta de queso “Cañadío” esponjosa y plena de sabor, que, por sí sola hubiera merecido el viaje.
Tampoco es enorme la carta de vinos, pero está muy bien elegida.
La decoración de la sala, de una sobriedad elegante y moderna, no lucía en el esplendor que debe tener cuando, por los ventanales, entre la luz del día, ahora velada por la lona que cubre la fachada. Por si lo anterior no fuera suficiente, la cuenta, unos 40 euros por comensal, vino incluido, es otro motivo más para volver.
 
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16 de octubre de 2018

El increíble espectáculo de Katz’s


Dicen que está lleno hasta los topes desde que abrió sus puertas hace 130 años. Puede ser una exageración, pero el día que yo fui tuve que esperar unos minutos hasta llegar a uno de los siete habilísimos cutters que preparan los suculentos sándwiches “king size” de Pastrami que sirven en Katz’s.
Katz’s, en Nueva York, es el templo del pastrami, esa carne puesta en salmuera y ahumada, de tradición judía, que encanta a los habitantes de la gran manzana.
Como la Puerta de Alcalá, allí está viendo pasar el tiempo, en una esquina del Lower East Side, desde 1888, o sea, desde sólo un año después que la Estatua de la Libertad y cuarenta antes que el Empire State.
El viejo luminoso de neón, siempre luciendo, te guiará para encontrarlo. Nada más entrar, una jovencita te da un tiket en el que, en el mostrador o en la mesa, te irán apuntando la cuenta para pagar a la salida. Es el pasaporte (no lo pierdas) que da acceso a una enorme sala, toda luces, ruido y ajetreo, donde, inevitablemente, tendrás que hacer cola para acceder a uno de los siete cortadores que, en un pis pas, te habrá loncheado la carne y preparado un impresionante sándwich con pan de centeno. Lo acompañan con unos pepinillos jumbo. Ahora toca buscar mesa. Aunque, como digo, el local está lleno a todas horas, es tal la rotación de clientes que no es difícil encontrar pronto una mesa, muchas veces compartida (¿Le importa que me siente?) con otras personas. Los mitómanos buscarán la de Meg Ryan; allí fingía el famoso orgasmo de Cuando Harry encontró a Sally.  
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Marcando el lugar, cuelga del techo un círculo azul en el que puede leerse: “Where Harry met Sally… hope you have what she had!"… ¡Ojalá tengas lo que ella tuvo! !Disfruta!
No tuvimos suerte de ver el espectáculo, aunque cuentan los camareros que a veces hay quien se anima a reproducir la escena entre los aplausos o abucheos del público, según resulte la actuación.
Aunque la película puso a Katz’s en el mapa y, de paso, lo llenó de turistas, hasta allí se va por el pastrami y, realmente, merece la pena Una carne roja, con una costra ennegrecida, olor ahumado y un rico sabor de las especias que han utilizado en la salmuera que le dan su toque especial. ¡Ojo!, no es jugosa: la carne para el pastrami se prensa antes para sacarle los jugos. Pero nadie se fijaría en ello de lo rica que está.
A pesar de todo, cuesta acabar el enorme sándwich que, según dicen, no es de los más grandes que puedes tomar en Nueva York, una ciudad que adoptó el pastrami como uno de sus platos emblemáticos. En Katz’s venden 7000 kilos a la semana de esta delicia que en España apenas es conocida, pero que tiene su nombre castellano: pastrón. Así lo llaman en Buenos Aires, otra ciudad donde es muy apreciado desde su introducción por la numerosa colonia judía.
Habrá que ir a comprobarlo. Mientras tanto, al salir de Katz’s no te olvides de presentar el tiket y pagar. Si no hubieras tomado nada, debes entregarlo en blanco. Perderlo, como te avisan en la puerta, te costará 50 céntimos. Y no te hagas la lista, que los camareros saben lo que has comido.
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Katz's
205 E Houston St, New York
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27 de febrero de 2018

Málaga para comérsela

La Cosmopolita Malagueña
Hace dos semanas fui a Málaga porque los milagros existen. Me explico: Hace un par de meses, en un momento de aburrimiento ante al ordenador, leí en internet uno de esos anuncios de viajes en el AVE a 25 euros. Casualmente, faltaban unos minutos para la media noche que, como todo el mundo sabe, es el momento en que la carroza se convierte en calabaza, pero también el del pistoletazo de salida para comprar on line esos billetes low cost para gente con suerte. Estaba harta de leer que era poco menos que imposible entrar en la web de RENFE cuando, simultáneamente, miles de personas tratan de cazar una de estas gangas viajeras, pero por probarlo no perdía nada. La primera vez me respondieron que lo sentían, que probara más tarde. Hice un solitario y volví a probar, pero aquello seguía atascado. Un tercer intento y un cuarto y, oh sorpresa, la página se abrió enterita para mí. Todavía no sé por qué elegí Málaga: quizá fue un pálpito que anticipaba lo bien que lo iba a pasar.
La ciudad está estupenda, aunque, como otras capitales, corre el peligro de morir de éxito, aplastada por el turismo. Se ha especializado en museos, pequeños museos que quizá atraen más por el nombre (Picasso, Thyssen, Pompidou…) que por la obra que exponen, pero que, en todo caso, forman un conjunto más que agradable. Aunque lo verdaderamente agradable son los malagueños, incapaces de perder la simpatía cada vez que te diriges a ellos. Parece que les pagasen por sonreír como a esas azafatas de dentadura Colgate que vemos en los congresos, pero ellos lo hacen gratis, vienen así de fábrica.
Y además de los museos y los malagueños, allí se tapea y se come muy bien.

La Cosmopolita Malagueña
Todavía estoy relamiéndome de la cena en La Cosmopolita. Está en pleno cogollo, a escasos metros de la catedral y de la calle Larios y, por fuera, parece uno más de esos cuidadísimos bares de tapas que le han salido como setas al centro de la ciudad. Puede que, si no me lo hubieran recomendado, hubiera pasado de largo. Me sorprendía que en un local que está en lo más alto de la gastronomía malagueña, uno de los platos estrella fuese la ensaladilla rusa, que bordan en casi todos los bares andaluces. Lo entiendo, después de probarla: nunca comí una igual.
En el plato, una mayonesa en espuma se había fundido con las patatas deshechas, moteadas por botoncitos de zanahoria, y todo se coronaba con unas briznas de jamón. Casi minimalismo, pero esa Rusa, como la llaman allí, es insuperable.
No llegaron a ese nivel, no es fácil, los corazones de alcachofa a baja temperatura, también muy buenos, pero de nuevo lo consiguieron las albóndigas de rabo de toro, cremosas y delicadas sin perder sabor, extraordinariamente ricas. Como dan la opción de medias raciones, que vienen a ser tapas grandes, hacerse un menú degustación a la medida es fácil y no sale caro.

En los segundos, el tartar de gambas con tuétano asado me pareció sublime. Sobre todo el tuétano de vaca añosa, que se deshacía en la boca dejándola ensimismada. Quizá no entendí el maridaje con el tartar, también muy rico. Y, por último, una pintada con una especie de musaka que también dio la talla.
A los postres, muy fina la crema de naranja y extraordinario el tocino de cielo, que puso la guinda a una de las comidas mejores que recuerdo hace tiempo. Con varias copas de vino, pan y agua la cosa salió por 80 euros para dos personas: genial. Y más si te atiende Paco, que, como no había demasiada gente, se prestó a ser nuestro guía y consejero por los secretos de la carta: déjese aconsejar por un experto y más si tiene la simpatía de este malagueño.
En definitiva, cocina casi clásica, interpretada con elegancia y delicadeza. No me extraña que en muy poco tiempo, todo el sancta sanctorum de la cocina española haya pasado por La Cosmopolita para conocer de primera mano lo que allí se cuece..

Soca
Soca, es otro de los restaurantes que nos habían recomendado. Su carta tiene dos apartados claramente delimitados: cocina mediterránea y sushi. Optamos por la primera y realmente comimos muy bien.
Me resultó sorprendente la Brocheta de atún a la moruna estilo vietnamita, con un suave marinado y su punto levísimo de picante envuelta en una hoja de col.
También recuerdo las croquetas de gambas al pil pil y los huevos rotos con bacalao confitado y cremoso de boletus.
Un ganache de chocolate muy bien interpretado y un excelente café sólo, amén de varias cañas y una botella de agua, solo subieron la cuenta hasta 47 euros, divisibles entre dos. Muy bien.
Aunque, para barato, el menú de día en Casa Eva, un local destartalado en los aledaños del Mercado de las Atarazanas. Unos callos muy bien interpretados y un poco especiados, unos boquerones frescos y muy bien fritos y un arroz con leche industrial que se anunciaba como casero y lo parecía, más cerveza y café: 7 euros. En relación calidad precio puede competir con cualquiera.

La Cosmopolita Malagueña
José Denis Belgrano 3
29015 Málaga
Tel. 952 215 827

Soca
Carreteria 54
29008 Málaga 
Tel 951 532 634




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30 de enero de 2018

Vuelvo a El Casinillo y, de nuevo, salgo encantada

En el restaurante El Casinillo he tomado de postre requesón con miel y nueces. El nombre parece sacado de la carta de un restaurante de medio pelo de los años setenta, y estoy seguro de que El Comidista no dudaría en clasificarlo en el entrañable capítulo de “comida viejuna”. Pero yo, cuando vuelva a este pequeño restaurante familiar, insistiré en que el postre sea requesón con miel y nueces. Toda una delicia, esta versión del requesón que presenta Manuel Gómez en su Casinillo, a la entrada de Colmenar de Oreja.
Hay más razones que el requesón para volver a El Casinillo. Manuel hace una cocina popular, de producto, en la que, sin prisa pero sin pausa, va añadiendo detalles, elaboraciones, ingredientes que hacen subir el nivel de los platos y de la carta en conjunto haciéndolos cada vez más apetecibles. Las croquetas de calabacín que nos puso al centro de la mesa, delicadas y crujientes, fueron la mejor forma de continuar un almuerzo que había comenzado, en Colmenar de Oreja no puede ser de otra forma, con unas “patatas chulas” muy bien fritas y en su punto de ajo, algo muy estimable y que, por desgracia no siempre ocurre: hay muchos excesos. Los mejillones al natural, con un ligerísimo aliño, también compartidos, supieron a poco, y las dos cazuelas de unos callos, de los mejores que he tomado en tiempo, desaparecieron en segundos.
Tras los entrantes, me incliné por unas albóndigas con boletus y trufa que fueron toda una sorpresa: sabrosas, delicadas… estupendas. Alguno de mis amigos que había tomado la misma opción se relamía, casi con los ojos en blanco, mientras rebañaba con el buen pan de Colmenar.
Otros habían optado por un insólito potaje de carabinero, que tuvo mucho éxito, rodaballo, también muy alabado, y un rabo de toro, en elaboración clásica con el punto perfecto.
Y los postres: además del requesón, toda una delicia que rememoraba sabores casi olvidados, mis amigos me dejaron probar una mousse de queso con helado de mango muy fina y una versión de la tarta de manzana logradísima.
El vino, de Colmenar, muy normalito. Quizá la carta de vinos, con especial representación para las bodegas del pueblo, es algo corta y bastante mejorable.
No hay nada que mejorar en el servicio que se reparten Manuel y su simpática hija con amabilidad y atención a los detalles.
La cosa salió por unos 35 euros, que incluían vino, cafés y propina. Los pagamos a gusto.
El local, recientemente remozado y ampliado con una pequeña sala que puede hacer de reservado, se ha hecho más claro sin perder el ambiente cálido y familiar que siempre tuvo este Casinillo, al que, como digo, volveré más veces, aprovechando que me queda cerca de la casa familiar en la que paso algunos fines de semanas y días de vacaciones.

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19 de diciembre de 2017

El gallinero de Sandra

Sevilla apenas está representada en las guías gastronómicas más conocidas. Sólo un restaurante, Abantal, tiene estrella en la Guía Michelin; y sólo Jaylu le acompaña con otro sol en la Guía Repsol. Para ser la cuarta ciudad española, parece muy poca cosa. ¿Hay alguna explicación? ¿Es realmente Sevilla el páramo gastronómico que, por omisión, describen las guías?
Un amigo mío tiene la teoría de que, cuando van a Sevilla, los inspectores de las guías elaboran su propio menú degustación en los bares de tapeo y acaban tan encantados, que se les nubla la razón y olvidan comer o cenar en los restaurantes que deberían valorar con su ojo crítico de avezados gastrónomos. También es verdad que estas guías valoran más las nuevas tendencias de la cocina que las más tradicionales de las que parece hacer gala una gran parte de la restauración sevillana.
Todo este preámbulo viene a cuento de El Gallinero de Sandra, el restaurante del que os prometí hablar en el último post.
Es uno de los restaurantes de moda en Sevilla y estaba lleno el día que comimos allí. Afortunadamente, habíamos reservado. Y digo afortunadamente, porque en El Gallinero de Sandra hacen una cocina de gran nivel que merece la pena disfrutar y, de no ser precavidos, quizá no hubiéramos encontrado mesa.
Y eso que el restaurante no es pequeño, puesto que, al local propiamente dicho, un espacio luminoso y desenfadado, se añade una terraza casi del mismo tamaño, que en invierno hay que ayudar a calentar con esas setas calefactoras de exterior, pero que, en primavera, seguro que es una delicia sin necesidad de ayudas.
Cuando pedimos una cerveza, antes de pasar a mayores, el camarero nos cantó una lista de vinos de Jerez, amontillados, finos, olorosos, palo cortado… y uno de esos extraordinarios vermuts que hacen las bodegas jerezanas, tan distintos de los que tanto se consumen y gustan en Madrid. El Lustau fue un muy buen preámbulo para el menú que se
inició con una estupenda ostra Guillardeau con caviar de yuzu aliñados con una ligera y refrescante salsa ponzu, para, en un giro de salto mortal, pasar a unos ricos
buñuelos de bacalao y membrillo, de interior jugoso y rebozo seco, sin rastros de grasa.
El menú siguió ganando altura con un finísimo ajoblanco con trucha ahumada
y un extraordinario carpaccio de cigalas con coral de erizos y setas, una composición arriesgada pero que en la boca casa a la perfección.
Aun más deliciosa me pareció la corvina con crema de pistacho y vainas verdes, cada ingrediente resalta a los demás.
Más normal me pareció la carrillera de ternera con castañas que precedió a los postres.
El sorbete de vermut con granizado de naranja sanguina (Qué difícil es encontrar ese tipo de naranjas) fue sólo el paso a una suavísima
Haba de cacao, café y frambuesa con crema de mascarpone que me encantó.
Con café, vino, (dos copas) y agua, además del vermut, la cosa salió por 105 euros, que se pagan con gusto para tan estupendo menú, servido con gracia (son sevillanos) y profesionalidad por el bullicioso equipo de sala.

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28 de noviembre de 2017

Soles y estrellas


“Valiente, original, audaz... ¡fiel reflejo de las vivencias personales del chef! Estamos seguros de que este restaurante no le dejará indiferente, pues ofrece una curiosísima sala de ambiente retro-vintage y una cocina atrevida donde se fusionan, en su justa medida, distintas culturas gastronómicas de todo el mundo” Así han definido a La Candela Restó los inspectores de la Guía Michelín, que acaba de concederles una de sus codiciadísimas estrellas. La Candela, de la que me hice adicta ya desde su etapa fundacional en Valdemorillo, queda muy bien retratada en el inicio del comentario: Valiente, original, audaz… pero, también absolutamente ignorada para los grandes santones de la crítica gastronómica madrileña, quizá por la falta de costumbre de traspasar en dirección sur esa línea “calle de Alcalá-Gran Vía”, que , a veces, parece un muro entre el norte y el sur de la capital. Tampoco la Guía Repsol le ha concedido sus soles y habrá que esperar qué hace en su próxima edición, Metrópoli, la guía del diario El Mundo, que, al menos en 2017, parece haber reparado en este restó que lidera Samy Alí, aunque no le diera ninguna de sus EMES.
Soy usuaria habitual de las guías y creo que, a pesar de sus errores, sirven bastante para orientarse en este variadísimo mundo de la gastronomía. Normalmente, con ellas vale aquello de que “son (buenos restaurantes) todos los que están, pero no están todos los que (lo) son”. Está claro que me refiero a esas guías acreditadas, como la Michelín, la Repsol o, sólo para Madrid, la de Metrópoli. El que alguna de sus valoraciones no me satisfaga o eche de menos algún local que me haya gustado especialmente, no las descalifica, ni mucho menos: estamos hablando del sentido del gusto y ya sabéis que, “para gustos…”.
La guía Michelín sigue apostando por Cataluña, donde sólo Barcelona suma más restaurantes con estrella que el País Vasco y Madrid juntas. La tercera estrella al ABaC del televisivo, Jordi Cruz, ha tenido una especial repercusión mediática, que algunos mal pensados, creen que ha sido decisiva en este ascenso al Sancta Sanctorun de la cocina. Pero a mí me gustan las estrellas otorgadas a esos cocineros que hacen maravillas en sitios tan inopinados como Navaleno (Soria) con su flamante estrella para el restaurante La Lobita, que ha hecho de las setas una religión; La Botica de Matapozuelos (Valladolid), con su cocina de los pinares; El Batán, cocina de la sierra de Albarracín en Tramacastillas, o El Doncel, cocina rompedora, en la medieval Sigüenza. Aunque, para soledad la de Atrio, el único restaurante extremeño en la guía francesa, que mantiene sus dos estrellas, que para muchos son poco premio.
En la Guía Repsol, este año han ascendido a la máxima categoría dos locales, uno en Madrid, DSTAgE, la apuesta arriesgada de Diego Guerrero, y el otro en Barcelona: Disfrutar, donde ofician algunos de los mejores del equipo de El Bulli. Es curioso, que para los inspectores de Repsol, Madrid y Barcelona tienen el mismo nivel en cuanto a número de soles. Y no deja de llamar la atención, que todavía conserva los tres soles para el histórico Hispania, un clásico de la cocina catalana del que nadie parece acordarse en estos tiempos de postureo.

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