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14 de enero de 2020

El Huarique: cocina casera de Perú en Alcorcón

Dos noticias: una buena y otra mala.
La buena: he descubierto un buen restaurante peruano en Alcorcón. La cocina internacional no está muy bien representada en nuestra ciudad. Algunos chinos de medio pelo, un par de italianos aceptables y para de contar, a no ser que consideremos cocina internacional los burger de franquicia y las pizzerías que sirven a domicilio.
La cocina peruana es la gran revelación gastronómica de los últimos años. Hablando de comer, con el país andino ocurre lo que ya pasó en España en los primeros compases del siglo, una explosión de creatividad que por fin consigue ser conocida y reconocida en el mundo.
El descubrimiento ha sido tardío, porque El Huarique lleva ya dos años abierto en nuestra ciudad, pero hace honor a su nombre y es difícil de encontrar. La expresión quechua huarique se puede traducir, y, de hecho, así lo define la RAE, como escondrijo. Para los aficionados a la buena mesa, un huarique sería uno de esos locales, pequeños, humildes y casi secretos donde se come bien. Este Huarique está en una callejuela impersonal y desangelada, perpendicular a la calle de Los Cantos por la que nunca pasa nadie. Su fachada no es muy llamativa y en su interior encontramos la decoración de esas cafeterías de los años ochenta, con una larga barra a un lado y mesas adosadas a la pared en el otro. No falta una gran pantalla de televisión que emite, “non stop”, ritmos latinos.

Atención: cocina Zully
Y entonces, aparece la cocina de Zully, que no entiende de definiciones. “Ni nikkei, ni chifa: platos caseros como los que se hacían en mi casa” nos dice esta simpática cocinera que lleva ya muchos años yendo y viniendo de su Perú natal.
La mala noticia es que El Huarique va a cerrar dentro en un par de meses, porque sus dueños han echado el ojo a un local en Aluche donde piensan que les va a ir mejor, entre otras cosas, porque allí, la colonia latina es más grande y estarán en un sitio más transitado.
Merece la pena hacerles una visita antes de que echen el cierre. Y, muy probablemente, te queden ganas de seguirles la pista por su nuevo “escondrijo” para apuntar en la agenda una de esas direcciones secretas dónde se come muy bien. En definitiva, un huarique.
Zully y Hugo
Y, auxiliada por Hugo, su yerno, va trayendo a nuestra mesa la causa limeña, el rico cebiche de pescado (“Se come mejor con cuchara”, aconseja Hugo), tamales de cerdo, yuquitas fritas con su salsa, picante o muy picante, si se quiere. Todo está muy bueno, un poco como los guisos de nuestra madre cuando recalamos en casa. Yo me imagino que cuando una pareja de emigrantes españoles de los años sesenta decidía montar una casa de comidas, pongamos en Düsseldorf, cocinarían así: gazpacho, tortillas de patatas, fabada, paella, pisto, marmitako… y, de postre, arroz con leche. En el Huarique, Zully hace también los ajis de gallina, choclos, tiraditos, tamales y demás elaboraciones que aprendió de su madre cuando era jovencita. Todo está muy rico y mejor si se acompaña con una cerveza Cuzqueña, que no puede faltar en un huarique como Dios manda. Si culminas con una tarta de tres leches o, en días escogidos, un suspiro de limeña y lo celebras con un pisco sour, sales de este escondrijo más contento que unas pascuas, porque tampoco la minuta que presentan hace mucho por empañar la satisfacción.


El Huarique
Calle Mingo Fraile 3
Alcorcón
tfnos: 606 041 636
          918 327 552

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19 de noviembre de 2019

¡Que aproveche!

Cuando uno sale del restaurante Hnos. Míguez, no le queda otra que desear que les aproveche a los comensales que permanecen en el local. En este sentido, parece que el tiempo se ha detenido desde que, en 1973, los dos hermanos Míguez, recién llegados de Galicia, abrieron este local en una callejuela del Alto Extremadura. En los restaurantes modernos, ya nadie dice “que aproveche”: se considera poco fino e, incluso, pudiera parecer una forma de entrometerse en la intimidad de los demás. Vivimos tiempos individualistas en los que las relaciones interpersonales son difíciles y más entre desconocidos. Hace medio siglo, eso era lo que dictaban las campechanas normas de educación del pueblo llano y a nadie se le ocurría abandonar un restaurante sin el preceptivo “que aproveche”, dirigido a los comensales más próximos. Pues ese “que aproveche”, no es lo único que esta casa de comidas conserva desde su apertura hace medio siglo. Mantiene, por ejemplo, el entusiasmo de Arturo, hijo de uno de los fundadores, que se desvive entre las mesas para que todo el mundo se encuentre a gusto en su local. Mantiene impecable el local: parece que lo hubieran estrenado la semana pasada. Y mantiene el nivel de la cocina, que seguramente es la causa de la longevidad de este peculiar restaurante que, con menús a diez euros, ha terminado por aparecer en las páginas gastronómicas de alguno de los periódicos más importantes de España.

¿A la carta o menú del día?
En la puerta, escrito a mano con una letra difícil, un folio anuncia lo que vas a encontrar ese día en el restaurante: 8 primeros, 15 segundo y 7 postres. Es lo más parecido a comer a la carta, pero se trata de un menú del día. Entre los primeros, sopas, verduras y legumbres. Arturo tiene a gala no visitar Makro, metáfora que utiliza para dar a entender que no trabaja con preparados. Todo es natural, comprado fresco en el mercado y cocinado en la casa, con muy buena mano. Las judías verdes que tomé de primero me supieron y estaban cocinadas como las que yo hago en casa. Era buena la sopa de cocido (con fideos) que tomaron dos de mis acompañantes y otro se relamía de gusto con las judías “carillas” que pidió. También podríamos haber tomado la Sopa Castellana, que hacía siglos que no veía aparecer en un menú y que vi servir en los canónicos cuencos de barro de antaño. En los segundos, entre el variado surtido de carnes y pescados (“todos frescos”, insiste Arturo), se cuelan platos que seguramente ya estaban en la carta el día de la apertura, como la asadura de cordero que, de sólo leerla, puso a cien los jugos gástricos y la nostalgia de uno de los comensales.
Los pescados, efectivamente, eran frescos y con un punto de fritura más que correcto.

Los postres muy clásicos (flan, arroz con leche, natillas…) redondearon la comida que, con un vino de Rioja y agua mineral para quien la pidió, elevaron la cuenta a los 10 euros por comensal que reza el cartel de la entrada. No extras. Cada día suele haber un plato especial (Cocido, Rabo de Toro, Paella...) y los domingos se tira la casa por la ventana al precio, eso sí, de 12 euros.
Lleno asegurado: reserve
El lleno es total cada día. Cuando llamé para reservar mesa, un lunes, estaba todo completo y tuve que esperar al día siguiente. Pensé que sería el éxito fugaz tras ser recomendado en el periódico más influyente y que todo estaría lleno de ”foodies”. Nada de eso. La clientela es, sobre todo, gente del barrio y obreros que trabajan en la zona, y que deben de ser clientes de toda la vida porque Arturo llamaba por su nombre a la mayoría. Claro que cabe pensar que, dado el caluroso recibimiento que nos dispensó, para Arturo uno que llegó antes de ayer a su restaurante en un cliente de siempre.

Al final, la fórmula del éxito que dura en el tiempo no parece tan difícil: buenos productos, buena cocina y buen trato en un local agradable. Pero no todo el mundo tiene un Arturo al frente.
 

 
Restaurante Hnos. MíguezCalle Herminio Puertas 10
Metro Alto de Extremadura
Madrid 28011
Teléfono 609 01 00 19
 
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4 de junio de 2019

Diez tapas madrileñas y donde tomarlas con unas cañitas

La pregunta es: ¿a dónde llevarías a comer a un extranjero que visita Madrid y quiere conocer nuestras tapas más allá de esas mistificaciones que ofrecen por ahí fuera con ese nombre?. ¿Qué debería probar, si o si, para llevarse una idea cabal, aunque sucinta, del mundo de las tapas. En los últimos años el número de locales de este tipo se ha disparado por todas partes y han aparecido zonas como Retiro o Ponzano donde se rinde culto a la tapa de gran calidad y de precio en consonancia. Pero, repartidos por el mapa de la ciudad, hay bares de toda la vida que, con trabajo y constancia, han terminado por hacerse un nombre en el Sancta Sanctorum de la tapa de Madrid.
Así pues, una vez que hemos llevado a nuestro amigo extranjero al Mercado de San Miguel, porque no se quiere ir de Madrid sin conocer ese espectáculo del que habla medio mundo, pensemos en diez barras de la capital donde tomar las mejores especialidades de la tapa madrileña. Y quien dice tapa, dice ración, esa unidad de medida tan típica de Madrid, que ni siquiera hace falta nombrar cuando pedimos “una de bravas”, “una de callos”, “una de boquerones”...

1.- Bacalao rebozado
Muchos pondrían en primer lugar los bocadillos de calamares que todavía ofrecen algunos bares en el entorno de la Plaza Mayor, pero no está claro que, ahora mismo, esos bocatas que nos excitan la nostalgia y los jugos gástricos a las que tenemos algunos años, sean representativos de lo que los madrileños buscamos cuando vamos a un bar. Mejor, aprovechando que estamos en esa plaza de visita inexcusable si acompañamos a un forastero, nos pasamos por Casa Revuelta, en el pequeño callejón peatonal que une la calle de Toledo con Puerta Cerrada, para tomar allí uno de esos bacalaos rebozados extraordinarios que salen de su cocina. Si, ya sé que los de Casa Labra son estupendos, pero estos, para mi gusto, los superan.

2.- Patatas bravas
Es posible que a nuestro amigo le hayan hablado de las patatas bravas, esa sencilla y barata delicia que nunca falta en un bar madrileño como Dios manda. La rutina querría que pasáramos por el Callejón de Gato y entrásemos en Las Bravas para tomar unas ídem. No es mala opción, pero si queremos tomar las mejores bravas de Madrid hay que salir del anillo de la M-30 y acercarse a Docamar, en el barrio de Quintana, a donde cada día peregrinan cientos de personas para comer cocidas, después fritas y, por último, aliñadas con esa salsa picantilla que les da nombre, cientos de raciones de bravas. Hasta tres toneladas de patatas llegan a vender en una sola semana.

3.- Callos a la madrileña
También lejos de los circuitos del centro está el Bar Alonso, que, allá por el barrio de la “Prospe”, sirve sin duda los mejores callos de Madrid. Aunque se puede aprovechar el viaje y degustar otras excelencias como su ensaladilla rusa o, también, las bravas, en Alonso hay que pedir siempre una de callos para consumir en la barra y, de paso, llevarse en un “tuper” una buena ración para los amigos que no pudieron venir.

4.- Tortilla española 

Y la tortilla española ¿dónde dan la mejor? A mi me gusta jugosa, muy jugosa y por eso mi elección es Sylkar, un bar de la calle Espronceda que ya registraba llenos cuando la zona de Pozano estaba muy lejos de la efervescencia actual. Es una tortilla que casi hay que tomar con cuchara y que, como la demanda es muy grande, siempre está recién hecha. Tampoco le haría ascos a las tortillas de Casa Dani, en el Mercado de la Paz. Allí la calidad no riñe con la cantidad, aunque cada día sirvan decenas y decenas de ellas a los parroquianos del mercado.

5.- Croquetas 
Para tomar las mejores croquetas, no estaría de más acercarse a la barra del restaurante Viavélez, ese asturiano de la calle del General Perón, donde las sirven con un rebozado fino y perfecto que esconde una bechamel muy cremosa que resalta los trocitos de jamón de su interior. Tabién cabe pasarse por la Taberna Rosell, junto a la estación de Atocha, aunque sólo sea por probar cual es la causa de que tengan contratada a una señora sólo para hacer las croquetas. Es, además, uno de los pocos sitios que se mantienen intactos desde los primeros años del siglo pasado.

6.- Ensaladilla rusa 

Sobre gustos no hay nada escrito, pero si hablamos de ensaladilla rusa, hay casi unanimidad en que la mejor de Madrid la hacen en La tasquita de enfrente, a un paso de la Gran Vía, Todos los ingredientes se cuecen por separado y se reúnen al cobijo de una mayonesa magníficamente trabada y coronada, según el capricho del chef, con una buena ventresca, unas huevas de trucha, erizo de mar… Yo la he tomado excelente en Taberna la Cruzada, que, si vamos con turistas, queda a dos pasos del Palacio de Oriente.

7.- Boquerones en vinagre
Me gusta ir a tomar los boquerones en vinagre a El Boquerón, una pequeña tasca del barrio de Lavapiés, decorada con azulejos, cuyos dueños, además de tener un caballo de carreras que compite en el hipódromo, hacen unos excelentes boquerones que nadan, inmaculadamente blancos, sobre un excelente aceite de oliva. Es bar también de marisco barato, pero de bastante calidad.

8.- Torreznos
Aunque últimamente aparecen como tapa estrella en algunos locales de moda, yo elegiría el bar Los Torreznos, para tomar ese delicioso aperitivo. Aunque los torreznos son la enseña gastronómica de Soria, en este caso la panceta llega de Ávila, de un pueblo que se llama nada menos que La hija de Dios. No extraña que les salgan divinos.

9.- Oreja a la plancha
Torreznos muy buenos dan también en Casa Sotero, un bar con cuya fachada de azulejos te das nada más salir del metro de Valdeacederas. Allí hacen extraordinariamente todo lo que sea susceptible de pasar por la plancha, pero yo me quedaría con la oreja, crujiente, sabrosa, con la grasa justa, que hace que el desplazamiento merezca la pena.

10.- Pescaito frito
Y para terminar, una concesión al pescado: La Caleta, está, como si fuera una premonición, en la Calle Tres Peces, cerquita de Lavapiés, y ofrece muy buenas frituras de esos pescaitos menores de la Bahía de Cádiz, que rebozan en harina de grabanzo y sirven en cucuruchos de papel de estraza.

Casa Revuelta
Latoneros 3  
28005 Madrid

Casa Labra
Tetuan 12 
28013 Madrid

Docamar
Alcalá 337
28027 Madrid

Bar Alonso
Gabriel Lobo18 
28002 Madrid

Sylkar
Espronceda 17 
28003 Madrid

Viavélez
Avda. General Perón 10  
28020 Madrid

La tasquita de enfrente 
Ballesta 6
28004 Madrid 

El Boquerón
Valencia 14
28012 Madrid 

Los Torreznos 
Goya 88 
28009 Madrid

Casa Sotero
Bravo Murillo 337 
28020 Madrid

La Caleta
Tres peces 21
28012 Madrid


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2 de abril de 2019

Tiendas a granel: ¿vuelve el ultramarinos?

Parece que la prohibición de regalar bolsas de plástico en las tiendas no ha provocado muchas resistencias, aunque quizá no ha conseguido grandes resultados. Cada vez son más las personas que van a la compra con su propia bolsa, reutilizada una y otra vez, pero también son muchas las que, total por cinco céntimos, salen del súper cargadas con ellas.
A pesar de la prohibición, los materiales plásticos sobreviven de forma sibilina en los anaqueles de los supermercados en forma de envoltorios, que tarde o temprano terminarán donde todos nos tememos. Incluso nos parece lo más normal que, en la frutería, nos den cada tipo de fruta en una bolsa distinta, cuando no habría ningún problema en transportar naranjas, manzanas y peras revueltas en un mismo capacho.
Esto no ocurre en las tiendas a granel que, poco a poco, van abriendo en distintas zonas de Madrid.
Ayer pasé por una de ellas, en los aledaños del Barrio de Malasaña y a no mucha distancia de la Gran Vía.
En la primera impresión, se parece poco al supermercado habitual. Para empezar, apenas hay estanterías y casi todos los productos se ofrecen en sacos con un cartel que nos indica el precio y qué es lo que contienen. Esto último no es gratuito al faltar el envoltorio que, además de llamar la atención, nos informa de qué estamos comprando.
Los sacos están en el suelo y tienen una pequeña pala con la que servirnos la cantidad que queramos en una bolsa, siempre de papel, o en tarros de cristal reutilizables que puede llevar cada cliente.

¿Qué venden?
Si granel viene de grano, en las cuatrocientas referencias que, según el dueño, ofrece esta tienda hay, sobre todo, granos: una gran variedad de lentejas, garbanzos, alubias, arroz… También vemos distintas pastas, harinas (de fuerza, de garbanzos, de espelta) y más granos como la propia espelta o esos productos tan de moda en ciertas dietas: quinoa, bulgur, chía, mijo etc. Puedes comprar distintos tipos de azúcar, de cereales para el desayuno, de café, y una gran variedad de frutos secos, sin cáscara, que se ofrecen detrás de una tapa trasparente, para que a nadie se le ocurra organizarse un picoteo gratis.
Hay también muchísimas especias e infusiones que, para que no pierdan su aroma, se guardan en frascos de cristal de los que te sirven los empleados de la tienda. Como digo, la variedad es muy grande, pero no suficiente para hacer la compra diaria. Y no por la falta de productos frescos, que se pueden obtener en fruterías, carnicerías o pescaderías, sino por todo ese tipo de alimentos que se vendían en los antiguos y entrañables ultramarinos también a granel y en la cantidad justa que querías comprar: aquellas pilas de bacalao que aromatizaban la tienda y que el dependiente te cortaba con esa enorme cuchilla de palanca; o el aceite que un extraño artilugio de manivela succionaba de un gran bidón oculto en la medida exacta que se solicitaba: la botella la ponía el cliente. O de aquellos grandes cilindros de los que, con un cazo, se iba sacando el tomate en conserva en la cantidad deseada. Salvo las conservas de pescado, no había nada que no fuera a granel en aquellas tiendas de la nostalgia. Y aún así, recuerdo haber comprado cuarto y mitad de atún en conserva que el tendero servía de una enorme lata.
A pesar de la necesidad de reducir, y ojalá eliminar, ese desafuero medioambiental que suponen los envases y las bolsas de plástico, no creo que ya sea posible volver a los ultramarinos. Las tiendas a granel, sin embargo, marcan una tendencia a seguir. Todavía suponen, sobre todo, una postura ética, pero ya veremos qu-e pasa cuando aterricen los negociantes: también en la política de cero envases de un solo uso puede haber negocio.
 
El Granel de CorrederaCorredera Baja de San Pablo, 33
Madrid 28004
Tlfno. 91 0411326

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8 de enero de 2019

Taberna Úbeda

Soy de las que mantienen la costumbre de ver las películas en los cines. No es que no las vea en la televisión, porque suelo adormecerme con esas de tarde de domingo que ya constituyen un género en sí mismas. Pero cuando me emociono, me aterrorizo o río de verdad es en una de esas confortables salas oscuras donde nada te distrae la pantalla, en la que muchas veces aparece la magia del cine. Me gusta escuchar las verdaderas voces de los actores y actrices y, por eso, suelo acudir a las salas en versión original (subtitulada), que, en Madrid, se concentran especialmente en el entorno de la Plaza de los Cubos y Martín de los Heros. Por la edad media de quienes ocupan las butacas próximas, soy consciente de que constituimos una especie a extinguir, aunque me gustaría que por ello se la protegiera de alguna forma que evitara su desaparición. Y creo que esas medidas de protección podrían empezar por la apertura  de bares y tabernas como Taberna Úbeda en las cercanías de los cines.
Me explico: cuando salgo del cine con mis amigos, solemos recalar en algún bar de las proximidades para tomar algo o charlar un rato de la película o de lo que se tercie, que la trajinosa vida actual no da muchas ocasiones para una buena, animada y tranquila conversación. Bien, pues desde hace un par de años que la descubrí, cuando salen los títulos de crédito y se encienden las luces de la sala, parece que los pies me llevan a Taberna Úbeda, en la calle Luisa Fernanda, casi esquina con esquina con el viejo Café de Viena.

Taberna Úbeda
Es un pequeño local, relativamente moderno, que, sin embargo, para los clientes habituales empieza ya a tener el poso de los bares de siempre, esos en los que una se siente a gusto si o si.
Tres mesas, tres barricas y una barra no muy grande constituyen el espacio donde Antonio sirve pequeñas delicadezas sacadas de la cocina clásica, pero que siempre llevan el toque que él sabe darles para hacerlas especiales.
Su lista, que puede verse a tiza en una gran pizarra que, en cierta forma, preside el local, es un recorrido por algunos de los guisos, fritos y elaboraciones de la cocina de toda la vida, pero reinventadas por este hombre que hace la compra, cocina, atiende la barra, sirve las mesas sin aparente esfuerzo e, incluso, da conversación: un “self man bar”, como lo ha llamado el crítico Fernando Point. No hay más personal. Sólo, los fines de semana, su simpática tía llega desde Úbeda para echarle una mano.
La última vez tomamos unas flores de alcachofa (ahora es la época ideal) hechas en aceite, realmente deliciosas, y una tortilla con anguila y tomate seco, para chuparse los dedos y un estupendo pollo massala, en el que la calidad empezaba en la carne del ave que nada tenía que ver con esos pollos industriales al uso. Pero podíamos haber optado por las estupendas albóndigas con trufa (uno de los emblemas de la casa); la ensaladilla rusa, que está como para gritar ¡viva el Zar!; el morteruelo conquense o su versión jienense: el paté de perdiz; las habitas baby, tiernas y frutales o la deliciosa ensalada con ventresca que hace con esos enormes tomates que exhibe en la barra a modo de reclamo… La carta, como digo, se puede leer en la gran pizarra que preside el local, pero se completa con los guisos de cuchara (o de tenedor) que se le ocurren cada día a Antonio cuando hace la compra. Y todo se redondea con un extraordinario pan, que le traen de una tahona de Getafe y con el que mojar en el aceite que trae de su Úbeda natal es una experiencia sin igual.
Claro que todavía cabe terminar el ágape con un pionono de Santa Fe, diminuto, porque las buenas esencias son de formato pequeño.
Buena cerveza para acompañar o, si se quiere, alguno de los vinos, blancos y tintos, de una lista muy reducida pero escogida con gracia.
Con esos principios y lo reducido del local, casi siempre está lleno, pero os aseguro que merece la pena intentarlo. Desde luego, yo lo intento. A veces, no sé si el cine no es una excusa para pasarme por Taberna Úbeda.


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20 de noviembre de 2018

Legumbres: más allá del plato de cuchara


Cuesta imaginar, en estos tiempos de dietas para adelgazar, que, históricamente, uno de los mayores problemas de los españoles haya sido cómo matar el hambre. No hay más que ir a la novela picaresca, la que con mayor crudeza ha pintado nuestra realidad, para ver que toda actuación de picaros y timadores no tenía otro fin que llenar el estómago, muchas veces con principio de telarañas. Se comía a salto de mata, lo que se encontraba, en un país donde la escasez ha sido constante a lo largo de la historia. Carnes, pescados, huevos eran manjares que para la inmensa mayoría sólo aparecían en sueños. El común de la gente, incluso los que podían comer varias veces al día, tenía que conformarse con alimentos más humildes, en los que buscaba matar el hambre y, sin saberlo, cubrir sus necesidades de proteínas. Y ahí era donde entraban en escena las legumbres. Garbanzos, judías y lentejas, junto con el pan, han sido durante mucho tiempo la base de la dieta de los pobres; las que, en cierta forma, han alimentado a este país casi siempre sumido en la pobreza.

“Si tienes pan y lentejas, para qué te quejas” 

Como siempre, el refranero interpreta sabiamente la realidad y, quizá, llega a su máxima expresión con aquel dicho que ha trascendido a los años de escasez: “Son lentejas. Si quieres las comes y, si no, las dejas”. Es decir, no había otra cosa que comer. Con la misma propiedad podría decirse garbanzos o alubias, pero la rima tiene esas preferencias. O quizá, simplemente, subyacían aquellos terribles años de la Guerra Civil, cuando, en un Madrid sitiado, la única comida disponible eran las llamadas “píldoras del doctor Negrín”, o sea, las humildes lentejas. Afortunadamente, esos tiempos de escasez parecen lejanos y cuando decimos “son lentejas…”, así, con puntos suspensivos, no hablamos de comida. Queremos decir “es lo que hay”, la expresión que seguramente hará olvidar a la de esas humildes leguminosas.
Ahora, que España juega en la Champios League de la gastronomía, esas legumbres han quedado relegadas y, aunque todavía resisten en menús del día y en la mesa cotidiana de comedores colectivos y de muchas familias, han salido de las cartas de los restaurantes que marcan tendencia. Por eso quiero traer aquí una iniciativa que tiene como marco el restaurante Kalma del Marriott Auditorium, el lujoso hotel en cuyo teatro se entregan cada año los premios Goya.

Jornadas de las legumbres 
Del 27 de noviembre al 1 de diciembre han organizado unas jornadas de las legumbres, en las que si, se podrá tomar fabada, alubias de Tolosa o potajes, pero como parte de un menú que pone al día por completo la cocina de las leguminosas. Sirva como ejemplo el enunciado de algunos platos: Ajo blanco de altramuces y chufas con mojama; Garbanzo pedrosillano frito sobre crema de apio nabo y cigala; Falso risotto de orzo, guisantes y trufa negra.
Menestra de habitas y achicoria con torrezno de Soria; Lentejas amarillas al pil pil, con cocochas de bacalao. O postres: Crema de alubia blanca, vainilla y bizcocho de albahaca; Tarta de queso con galleta de garbanzos castellanos… Son algunas propuestas del chef Javier Sáez-Bravo Martínez, en una carta muy bien pensada, de la que cada comensal compone su menú con un aperitivo, un entrante ligero, un plato con tradición y un postre, todos con un ingrediente principal: las legumbres.
No parece mala forma de que garbanzos, judías, lentejas, habas y guisantes vuelvan a la carta del restaurante. Todo por 30 euros, vinos incluídos.
Una deliciosa forma de justicia poética.
 
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6 de noviembre de 2018

¿Setas o Rolex? En el Cisne Azul, no hay duda

Otoño, ha llovido y salió el sol. Hay que darse una vuelta por el Cisne Azul. Allí, sólo a unos pasos de la bulliciosa plaza de Chueca, sigue en su mejor forma este bar que, hace muchísimos años, cuando aquel era un barrio difícil, fundó Julián Pulido, un cacereño oriundo de Serradilla. La fachada no anima a entrar, pero el Cisne Azul no es un bar en el que se caiga por casualidad, allí se va con un propósito muy definido: comer las mejores setas que se pueden probar en Madrid.
El escenario es antiguo, apenas se renueva el mobiliario, pero cuando llegas en una mañana soleada, con las mesas recién vestidas de sus inmaculados manteles de papel blanco, todo te indica que allí vas a comer bien. No puede ser que un sitio así, de una humildad imperturbable al paso del tiempo, sin otra mercadotecnia que el boca a boca por los años de los años, pueda ser la meca en Madrid de los amantes de setas, si no ofrece algo especial.
De entrada, los ojos se te irán sobre las cajas de setas, recién recogidas, que se ven en la barra. Sentada a la mesa, en la carta leerás sus nombres, siempre de variedades de temporada y, como el otoño es uno de los grandes momentos para las setas, esa variedad es casi interminable.
Pero hay que elegir. Y para empezar nos sedujeron con un Carpaccio de Amanitas. Finas láminas, apenas sazonadas de un sabor delicado y exquisito. El mismo Julián, ya jubilado pero siempre atento a que las cosas vayan bien, nos contó que las acababan de recibir de uno de sus proveedores de la zona de Gredos. Según la temporada, los proveedores del Cisne Azul, sin duda gente avezada y, quizá, únicos conocedores de los cálidos rincones donde crecen estas maravillas, van trayendo hasta este humilde bar lo mejor de pinares, hayedos y encinares de toda España.
Extremadura, la tierra natal de Julián Pulido, crió los Boletus con foie que tomamos a continuación. Bueno el foie, posiblemente no fuera extremeño, pero los boletus todavía no habían perdido el aroma del bosque de Cáceres en el que crecieron. Boletus y foie, una delicia que se deshace en la boca.
Terminamos con un Revuelto de cantarela con huevo y trufa negra que no superó lo anterior, pero que nos supo a gloria. Quizá para poner la guinda, deberíamos haber terminado con las amanitas, pero ¿quién corría el riesgo de que se acabaran, mientras tomas otras cosas? Porque, en el Cisne Azul, las setas son silvestres y siempre frescas y, a veces, llegan en tan pequeñas cantidades, que dejar pasar una primera oportunidad es quedarse sin un manjar.
Con una botella de un estupendo Tres Picos y alguna que otra caña, la cuenta nos salió por poco más de 80 euros para cuatro personas.
Total, que salimos de allí más contentos que unas pascuas. Y todavía nos quedó un ratito para tomar un castizo vermut de grifo en la vecina Bodega de Ángel Sierra, donde ejerce de vermutera una rusa, más castiza ya que la propia bodega.
Hay días a los que no se les puede pedir mucho más.

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23 de octubre de 2018

La Primera

La Primera, en este caso, no es una cadena de televisión. Ahora la tenemos oculta tras una de esas lonas enormes con publicidad que, periódicamente, envuelven las fachadas de las calles céntricas con el pretexto de la enésima restauración. Si no fuera así, la imagen nos indicaría que estamos ante una de las fotografías más reconocibles de Madrid: la de la esquina de Alcalá con Gran Vía, en el edificio que conocemos por el inquilino de su planta baja, la Joyería Grassy. Las que tenemos unos años, posiblemente hayamos ido a alguna boda al restaurante Sicilia Molinero, que hasta los años noventa estuvo instalado en la primera planta de este esquinazo. Ni con esa edad a la que nos referimos cuando decimos “unos años” recordaríamos el lujoso salón de té Molinero, que abrió sus puertas en 1917, cuando la Gran Vía todavía relucía de puro nueva.
Pues, en sitio de tanto abolengo está ahora La Primera, un restaurante que no podía llevar otro nombre, si tenemos en cuenta que está en la primera planta del número 1 de la Gran Vía.
La Primera llegó hace un año con muy buenas referencias, ya que es propiedad de la misma empresa que explota La Bien Aparecida, Cañadío (Madrid y Santander) y La Maruca. Con esos precedentes, si te sientas a su mesa, ya sabes lo que vas a encontrar: cocina tradicional sin atisbo alguno de esa fusión que, a veces, hace monótonos los menús. Cocina basada en un producto de primera calidad, un punto perfecto en su preparación y despojada de ese punto entre rural y cañí del que, a veces, pecan los restaurantes basados en la tradición.
Éramos varias personas y pedimos al centro de la mesa unas raciones de ensaladilla rusa, que resultó la mejor que he tomado en bastante tiempo. Tampoco desmereció nada la jugosa tortilla de patatas que pedimos para que probara Paula, la sobrina argentina, que comía con nosotros. Pero lo mejor fueron los buñuelos de bacalao, crujientes por fuera, cremosos por dentro y con un suave sabor al pez que le da nombre. Es una obviedad, pero hay tantas veces que de bacalao no tienen ni rastro…
Después, me pareció correcta la merluza a la Rula, una preparación en la que los sabores fuertes de la salsa quizá tapaban un poco la estupenda calidad del pescado que me sirvieron.
Rico, jugoso y tierno, el cordero al horno deshuesado que eligió uno de mis acompañantes. Perfecto de punto el tartar de novilla que pidió otro de ellos y muy bueno el Puntalete tratado como risotto, una forma apetitosa de preparar esta pasta. No encontré el toque diferencial a unos callos a la montañesa, por lo demás perfectos, pero sin nada que les distinguiese de los madrileños.
En los postres, carta muy corta que recupera los que han tenido éxito en los demás locales de la cadena: extraordinaria la tarta de queso “Cañadío” esponjosa y plena de sabor, que, por sí sola hubiera merecido el viaje.
Tampoco es enorme la carta de vinos, pero está muy bien elegida.
La decoración de la sala, de una sobriedad elegante y moderna, no lucía en el esplendor que debe tener cuando, por los ventanales, entre la luz del día, ahora velada por la lona que cubre la fachada. Por si lo anterior no fuera suficiente, la cuenta, unos 40 euros por comensal, vino incluido, es otro motivo más para volver.
 
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16 de octubre de 2018

El increíble espectáculo de Katz’s


Dicen que está lleno hasta los topes desde que abrió sus puertas hace 130 años. Puede ser una exageración, pero el día que yo fui tuve que esperar unos minutos hasta llegar a uno de los siete habilísimos cutters que preparan los suculentos sándwiches “king size” de Pastrami que sirven en Katz’s.
Katz’s, en Nueva York, es el templo del pastrami, esa carne puesta en salmuera y ahumada, de tradición judía, que encanta a los habitantes de la gran manzana.
Como la Puerta de Alcalá, allí está viendo pasar el tiempo, en una esquina del Lower East Side, desde 1888, o sea, desde sólo un año después que la Estatua de la Libertad y cuarenta antes que el Empire State.
El viejo luminoso de neón, siempre luciendo, te guiará para encontrarlo. Nada más entrar, una jovencita te da un tiket en el que, en el mostrador o en la mesa, te irán apuntando la cuenta para pagar a la salida. Es el pasaporte (no lo pierdas) que da acceso a una enorme sala, toda luces, ruido y ajetreo, donde, inevitablemente, tendrás que hacer cola para acceder a uno de los siete cortadores que, en un pis pas, te habrá loncheado la carne y preparado un impresionante sándwich con pan de centeno. Lo acompañan con unos pepinillos jumbo. Ahora toca buscar mesa. Aunque, como digo, el local está lleno a todas horas, es tal la rotación de clientes que no es difícil encontrar pronto una mesa, muchas veces compartida (¿Le importa que me siente?) con otras personas. Los mitómanos buscarán la de Meg Ryan; allí fingía el famoso orgasmo de Cuando Harry encontró a Sally.  
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Marcando el lugar, cuelga del techo un círculo azul en el que puede leerse: “Where Harry met Sally… hope you have what she had!"… ¡Ojalá tengas lo que ella tuvo! !Disfruta!
No tuvimos suerte de ver el espectáculo, aunque cuentan los camareros que a veces hay quien se anima a reproducir la escena entre los aplausos o abucheos del público, según resulte la actuación.
Aunque la película puso a Katz’s en el mapa y, de paso, lo llenó de turistas, hasta allí se va por el pastrami y, realmente, merece la pena Una carne roja, con una costra ennegrecida, olor ahumado y un rico sabor de las especias que han utilizado en la salmuera que le dan su toque especial. ¡Ojo!, no es jugosa: la carne para el pastrami se prensa antes para sacarle los jugos. Pero nadie se fijaría en ello de lo rica que está.
A pesar de todo, cuesta acabar el enorme sándwich que, según dicen, no es de los más grandes que puedes tomar en Nueva York, una ciudad que adoptó el pastrami como uno de sus platos emblemáticos. En Katz’s venden 7000 kilos a la semana de esta delicia que en España apenas es conocida, pero que tiene su nombre castellano: pastrón. Así lo llaman en Buenos Aires, otra ciudad donde es muy apreciado desde su introducción por la numerosa colonia judía.
Habrá que ir a comprobarlo. Mientras tanto, al salir de Katz’s no te olvides de presentar el tiket y pagar. Si no hubieras tomado nada, debes entregarlo en blanco. Perderlo, como te avisan en la puerta, te costará 50 céntimos. Y no te hagas la lista, que los camareros saben lo que has comido.
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Katz's
205 E Houston St, New York
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2 de octubre de 2018

Nueva York o el arte de comer en la calle

Es muy caro comer en un restaurante de tipo medio en Nueva York. Al menos para el bolsillo de una española media. Me refiero a un restaurante con mantel, vajilla que no sea de plástico y camarero, al que además hay que premiar, sí o sí, con una propina que aquí provocaría reverencias de agradecimiento que harían ruborizarse al donante.
Sin embargo, no conozco ninguna ciudad en la que sea tan fácil comer algo fuera de casa a precios razonables. Hay miles de opciones y siempre alguna cercana.

La más socorrida son los Deli’s, esos abigarrados locales que proliferan por toda la ciudad, especialmente en las esquinas, y en los que uno puede comprar, a cualquier hora, unos sándwiches, fruta, zumo y un café con tapa, de esos aguados que tanto gustan allí, y salir a comerlo todo al parque más cercano. En cualquier parque las mesitas y sillas de terraza son propiedad de la ciudad y por tanto uno se puede sentar libremente sin que ningún camarero te inste a consumir algo. Si se elige esa opción, mejor no tomar cerveza. Desde hace 2 años, ya no es delito consumir alcohol en público, pero sí se considera falta y puede acarrear una multa de la policía.

Otra posibilidad, los foodtruck. Los hay de todas las especialidades: desde el típico perrito caliente, tan americano, hasta la fajita mejicana, pasando por el falafel o un kebab turco, con productos que reúnen las bendiciones de la carnicería halal; casi todo se puede encontrar en estos pequeños carromatos de abigarrada decoración, casi siempre gestionados por inmigrantes.

Los supermercados pueden ser otra buena opción. La mayoría tienen secciones muy surtidas de productos calientes, cocinados en el acto o ya listos para consumir, con los que una puede confeccionarse fácilmente un estupendo menú, siempre que no sea un poco indecisa, porque la variedad de caldos, guisos, frituras o asados suele ser tan grande, que lo difícil es la elección. La mayoría de los supermercados suelen tener una zona para consumir lo que se ha comprado y, de hecho, en las puertas se anuncia como un atractivo más de las tiendas. Lo tienen por ejemplo en Whole Food, una cadena de tiendas de bastante calidad y surtido apabullante, que acaba de ser absorbida por Amazon. Quizá lo peor es la lentitud con que se gestiona la cola de las cajas, causa de que a veces la comida llegue fría a la sala donde se puede consumir.
También abundan los restaurantes de comida rápida, tipo autoservicio, donde todo se puede tomar recién hecho o, al menos, recién calentado. Y no estoy hablando del McDonals. Me sorprendió que vi muy pocos de estos locales, que aquí identificamos con la comida rápida. Sí hay muchas pizzerías, pero suelen ser locales pequeños que, eso sí, ofrecen unas pizzas gigantescas, con los ingredientes más variados y originales que se pueda imaginar, incluyendo los clásicos.

No obstante, para probar la cocina italiana durante los días que he estado allí, lo mejor era la Little Italy, que celebraba a San Genaro por todo lo alto, con más de un kilómetro de calle de terrazas y humeantes puestos de comida italiana, donde se podía comprar, por ejemplo, la riquísima sfogliatella de la foto..

Todo el mundo sabe que no hay cocina que se venda mejor que la italiana; pues bien, junto al edificio Flatiron, uno de los iconos de Nueva York, se ha instalado una enorme galería donde se puede degustar o comprar lo más selecto de la cocina italiana, desde la pasta fresca a los canoli, pasando por las más selectas mortadelas o los vinos más exquisitos. Se llama Eataly y sus laberínticas galerías están llenas a todas horas y las barras de sus restaurantes atestadas.
En el fondo es una vuelta de tuerca en ese fenómeno que aquí tiene su mejor representación en el Mercado de San Miguel. En Nueva York, donde todo se hace a lo grande, el equivalente sería el enorme Chelsea Market, con restaurantes de todas las cocinas del mundo. O,  más elegante, en Dean & de Luca, una exquisita y concurrida tienda gourmet en el 560 de la avenida Broadway.
De Nueva York, sólo desde el punto de vista gastronómico, hay mucho más que contar. Habrá una segunda entrega.

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27 de febrero de 2018

Málaga para comérsela

La Cosmopolita Malagueña
Hace dos semanas fui a Málaga porque los milagros existen. Me explico: Hace un par de meses, en un momento de aburrimiento ante al ordenador, leí en internet uno de esos anuncios de viajes en el AVE a 25 euros. Casualmente, faltaban unos minutos para la media noche que, como todo el mundo sabe, es el momento en que la carroza se convierte en calabaza, pero también el del pistoletazo de salida para comprar on line esos billetes low cost para gente con suerte. Estaba harta de leer que era poco menos que imposible entrar en la web de RENFE cuando, simultáneamente, miles de personas tratan de cazar una de estas gangas viajeras, pero por probarlo no perdía nada. La primera vez me respondieron que lo sentían, que probara más tarde. Hice un solitario y volví a probar, pero aquello seguía atascado. Un tercer intento y un cuarto y, oh sorpresa, la página se abrió enterita para mí. Todavía no sé por qué elegí Málaga: quizá fue un pálpito que anticipaba lo bien que lo iba a pasar.
La ciudad está estupenda, aunque, como otras capitales, corre el peligro de morir de éxito, aplastada por el turismo. Se ha especializado en museos, pequeños museos que quizá atraen más por el nombre (Picasso, Thyssen, Pompidou…) que por la obra que exponen, pero que, en todo caso, forman un conjunto más que agradable. Aunque lo verdaderamente agradable son los malagueños, incapaces de perder la simpatía cada vez que te diriges a ellos. Parece que les pagasen por sonreír como a esas azafatas de dentadura Colgate que vemos en los congresos, pero ellos lo hacen gratis, vienen así de fábrica.
Y además de los museos y los malagueños, allí se tapea y se come muy bien.

La Cosmopolita Malagueña
Todavía estoy relamiéndome de la cena en La Cosmopolita. Está en pleno cogollo, a escasos metros de la catedral y de la calle Larios y, por fuera, parece uno más de esos cuidadísimos bares de tapas que le han salido como setas al centro de la ciudad. Puede que, si no me lo hubieran recomendado, hubiera pasado de largo. Me sorprendía que en un local que está en lo más alto de la gastronomía malagueña, uno de los platos estrella fuese la ensaladilla rusa, que bordan en casi todos los bares andaluces. Lo entiendo, después de probarla: nunca comí una igual.
En el plato, una mayonesa en espuma se había fundido con las patatas deshechas, moteadas por botoncitos de zanahoria, y todo se coronaba con unas briznas de jamón. Casi minimalismo, pero esa Rusa, como la llaman allí, es insuperable.
No llegaron a ese nivel, no es fácil, los corazones de alcachofa a baja temperatura, también muy buenos, pero de nuevo lo consiguieron las albóndigas de rabo de toro, cremosas y delicadas sin perder sabor, extraordinariamente ricas. Como dan la opción de medias raciones, que vienen a ser tapas grandes, hacerse un menú degustación a la medida es fácil y no sale caro.

En los segundos, el tartar de gambas con tuétano asado me pareció sublime. Sobre todo el tuétano de vaca añosa, que se deshacía en la boca dejándola ensimismada. Quizá no entendí el maridaje con el tartar, también muy rico. Y, por último, una pintada con una especie de musaka que también dio la talla.
A los postres, muy fina la crema de naranja y extraordinario el tocino de cielo, que puso la guinda a una de las comidas mejores que recuerdo hace tiempo. Con varias copas de vino, pan y agua la cosa salió por 80 euros para dos personas: genial. Y más si te atiende Paco, que, como no había demasiada gente, se prestó a ser nuestro guía y consejero por los secretos de la carta: déjese aconsejar por un experto y más si tiene la simpatía de este malagueño.
En definitiva, cocina casi clásica, interpretada con elegancia y delicadeza. No me extraña que en muy poco tiempo, todo el sancta sanctorum de la cocina española haya pasado por La Cosmopolita para conocer de primera mano lo que allí se cuece..

Soca
Soca, es otro de los restaurantes que nos habían recomendado. Su carta tiene dos apartados claramente delimitados: cocina mediterránea y sushi. Optamos por la primera y realmente comimos muy bien.
Me resultó sorprendente la Brocheta de atún a la moruna estilo vietnamita, con un suave marinado y su punto levísimo de picante envuelta en una hoja de col.
También recuerdo las croquetas de gambas al pil pil y los huevos rotos con bacalao confitado y cremoso de boletus.
Un ganache de chocolate muy bien interpretado y un excelente café sólo, amén de varias cañas y una botella de agua, solo subieron la cuenta hasta 47 euros, divisibles entre dos. Muy bien.
Aunque, para barato, el menú de día en Casa Eva, un local destartalado en los aledaños del Mercado de las Atarazanas. Unos callos muy bien interpretados y un poco especiados, unos boquerones frescos y muy bien fritos y un arroz con leche industrial que se anunciaba como casero y lo parecía, más cerveza y café: 7 euros. En relación calidad precio puede competir con cualquiera.

La Cosmopolita Malagueña
José Denis Belgrano 3
29015 Málaga
Tel. 952 215 827

Soca
Carreteria 54
29008 Málaga 
Tel 951 532 634




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20 de febrero de 2018

El pan nuestro de cada día


Harina, agua y sal: son los tres ingredientes básicos del pan. Sólo con eso, cariño y tiempo para amasar, para esperar la fermentación natural y para hornear se puede conseguir un pan excelente. Bueno, con eso y algunos conocimientos, aunque no hace falta tantos y están en internet. Pero, aunque parece sencillo, durante demasiados años, en España, sólo hemos podido comer esos productos industriales, fermentados en tiempos mínimos con levadura en polvo y aditivos que sólo con muy buena voluntad podemos llamar pan. Eso sí, son muy baratos y las grandes cadenas de supermercados han conseguido que en cualquier momento del día lo podamos tomar casi recién hecho, porque, pasadas unas horas, muy pocas, está incomible.
Además, nos han engatusado con nuevos formatos de origen extranjero (baguette, chapata, etc.) o nombres que explotan lo rural (pan de pueblo, pan de leña, pan rústico) hasta el punto de conseguir que demos por buenos panes de calidad mediocre, hechos con harinas de segunda clase e incluso cocidos a medias: “deme una (barra) poco cocida”, se suele escuchar en las panaderías. O en las gasolineras y tiendas de chinos. Incluso en quioscos. Porque, con esas barras precocidas o congeladas, cualquiera que disponga de un horno no muy grande puede hacer y vender pan. E incluso ostentar el cartel de Panadería o Tahona en su establecimiento. En Francia, ese cartel, boulangerie, sólo se puede colocar en las panaderías que amasan y hornean su propio pan.
Pero algo parece que está cambiando y cada vez son más los panaderos que tratan de ofrecernos un producto digno, que no se tenga que camuflar bajo esos generosos espolvoreados de harina que tratan de dar aspecto honorable al mal pan.
Hace unos días, aprovechando que estaba cerca, me pasé por Panadarío, la panadería de moda en Madrid, después de que su dueño, Darío Marcos, ha obtenido la Miga de Oro 2017 en la última edición de Madrid Fusión. Se trata de una panadería sin mayores excesos de vestigio que cualquier otra del barrio: el de la Guindalera. Lo digo porque este tipo de panaderías, que tratan de recuperar el pan de toda la vida, suelen pecar también de un exceso de postureo que se expresa en el diseño del local, la vestimenta de los vendedores e incluso las variedades que se ofrecen, con mucho multicereal, masa madre y ecológico en los carteles.
Aquí son más austeros. Sencillamente venden varios tipos de hogazas (básica, espelta, integral, de semillas…), tres variedades de pan de molde (nada, absolutamente nada, que ver con los industriales), y un tipo de chapata. Eché de menos el candeal, mi favorito, pero los que compré, la hogaza básica, la de centeno y el pan de molde tierno, me han parecido extraordinarios: crujientes en la corteza, que no se desmorona al primer contacto, y esponjosos en la miga, como debe ser todo pan que se precie. De propina, un brioche delicioso. Parece increíble que estas maravillas salgan de las manos de un treintañero que estudió para arquitecto y que, básicamente, debe su formación como panadero a internet. Su secreto, el uso de harinas ecológicas, la utilización de masa madre natural para intensificar el sabor, las fermentaciones lentas, los tiempos de horneado de cada pieza y por supuesto, nada de aditivos.
Valió la pena el viaje, en cierta forma un homenaje a mi padre, gran amante del pan, que, cuando íbamos por carretera, era capaz de desviarse decenas de kilómetros para comprarlo en la panadería de aquel remoto pueblo de la que le habían hablado.
Por cierto, que este sábado último me podía haber ahorrado el viaje a otra tahona: Panic.

Está en la calle de Conde Duque, y, al menos los sábados, sólo vende el pan bajo reserva, algo de lo que me enteré cuando llevaba un rato largo en la cola. Habrá que volver, porque tengo muy buenas referencias.
Panadarío, Panic, El Horno de Babette (Miga de Oro 2016) son algunas de las panaderías que están tratando de romper ese maleficio del pan industrial, como lo son las otras ochenta, incluidas en la Ruta Española del Buen Pan 2017, que podéis consultar en este enlace.
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