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28 de enero de 2020
Los besos al pan
Ropavieja, croquetas, albóndigas, ensalada de pollo, torrijas… la sabiduría popular ha encontrado siempre la manera de hacer platos deliciosos con las sobras de la comida del día anterior. No estoy segura de que esas recetas que, en tiempos de escasez se crearon de forma natural para que nada comestible se desperdiciara, hubieran nacido ahora cuando el cubo de la basura suele ser el destinatario de todo lo que no nos comemos de una sentada. Parece como si, al no consumirse de inmediato, dejara de ser comida para adquirir la espúrea condición de basura. Y en los supermercados, la comida que deja de ser comercial porque le resta poco para caducar va directamente a esos contenedores en los que se prohíbe escarbar a los indigentes. O todos esos productos que se tiran antes de entrar en la cadena comercial porque no tienen la vistosidad que requieren las rutilantes estanterías de las tiendas y mercados urbanos.
La FAO, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación calcula que un tercio de la producción mundial de alimentos se pierde o se estropea sin ser consumida: 1300 millones de toneladas de frutas, verduras, carnes, pescados etc. termina en la basura, unos 200 kilos por cada habitante de la tierra.
El cubo de la basura es el principal cliente de la industriaalimentaria y eso no deja de ser una barbaridad. Cuando los recursos de la tierra empiezan a ser insuficientes para una población siempre en aumento, no tiene sentido seguir despilfarrando de esa manera, sólo porque en el supermercado se nos van los ojos sobre productos que no vamos a consumir. Supone un gasto innecesario y además un atentado ecológico, porque la producción de esos alimentos requiere un consumo, grande o pequeño, de agua, un bien escaso; el uso de abonos que terminan dejando tierras y ríos contaminados; y, por supuesto, la emisión de CO2, el temible gas de efecto invernadero que emite la maquinaria de cultivo y los medios de transporte.
Y, lo último, pero no lo menos importante, un serio problema de conciencia, si se tiene en cuenta que 821 millones de personas (18 veces la población de España) tienen desnutrición, pasan hambre o,simplemente, mueren porque no tienen qué comer. Así, el hecho de decidir qué compramos y en qué cantidades, qué tiramos porque no nos apetece ya, en definitiva, cómo consumimos, produce un gigantesco efecto mariposa que hace que el mundo sea de una o de otra forma. Las decisiones personales no mueven el mundo, sobre todo si se enfrentan a la poderosísima industria alimenticia, pero si sumamos millones de decisiones individuales, empiezan a hacerse notar. Hay que tenerlo en cuenta en el supermercado, en la cocina y en la mesa.
En un mundo al que le estallan las costuras por un consumo desaforado, seguir desperdiciando alimentos es acercarse a la catástrofe. Cuando éramos pequeños, si el pan caía al suelo, lo recogíamos, lo besábamos y volvía a estar apto para el consumo. ahora, en muchos casos, se tira. No sería malo que volviéramos a besar el pan.
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22 de enero de 2019
Pequeñas contradicciones del ecologista en la cocina
Dicen que la tinta de impresora es uno de los productos más caros del mundo. Mucho más que los perfumes más lujosos. Se calcula que un litro de la tinta de impresora más consumida en el mundo cuesta 4.285 dólares lo que supone casi el doble que un litro de Chanel nº 5.
La artista australiana, Celeste Watson, acertó a plasmarlo de esta forma tan gráfica.
No es que un litro de agua cueste tanto como el de tinta HP, pero, si lo pensamos bien, comprar agua mineral no deja de ser un enorme despilfarro. Calculen: el agua que sale del grifo cuesta de media 1,39 euros el metro cúbico (1000 litros) en España, mientras que la botella de agua mineral viene a salir al mismo precio, pero por litro. ¿Es o no es despilfarro seguir bebiendo agua embotellada? Que cada uno juzgue, pero lo que está claro es que es un negocio fabuloso, si tenemos en cuenta que su coste de producción es baratísimo: unos 2 céntimos por botella.
Los ecologistas añaden que al despilfarro económico se suma el medioambiental, puesto que el agua del grifo, perfectamente potable, llega a los hogares por cañerías, mientras que la embotellada se tiene que transportar en camiones, con los efectos contaminadores que eso supone. Además, se vende en botellas de plástico, que también contaminan lo suyo. Vamos, que no hay color.
Y de los aguacates ¿qué me dices?
Después del canto a la cocina de kilómetro 0 del último post, esta semana el menú se abre con un suculento “aguacate relleno de papaya”, dos frutos tropicales que, como el adjetivo indica, se producen en los trópicos, líneas imaginarias que no quedan, precisamente, en el radio de los famosos 100 kilómetros de la cocina de cercanías. Al menos, si medimos desde Madrid.
Pero no vienen de tan lejos: resulta que España es la gran productora Europea de aguacate. Estamos en plena temporada y todavía no hay datos, pero en la última cosecha se recolectaron aquí más de 50.000 toneladas de esta fruta, que se cultiva en las cálidas comarcas de la costa granadina y la Axarquía malagueña. No fue un año bueno. En algunos, se han llegado a recolectar más de 80.000 toneladas. O sea que, desde el punto de vista de la huella ecológica, el transporte no es el mayor problema. El problema es el agua, porque un fruto tan jugoso, no sale de la nada. Resulta que una hectárea de aguacates consume 6.000 metros cúbicos de agua al año, es decir 1.000 metros cúbicos más que un campo de golf. Por ello, porque no hay más agua, la plantación de aguacates se ha parado prácticamente, mientras en Europa crece su consumo crece de forma vertiginosa. Hace muy pocos años, uno de cada tres aguacates que se consumían en el viejo continente había crecido en Málaga y Granada. Ahora sólo uno de cada diez, a pesar de que nuestra producción no ha variado. El resto viene de México, Chile y Perú, países en los que se están produciendo deforestaciones masivas para cultivar aguacates. En fin, que no es fácil consumir de forma amigable con el medio ambiente. El agua, los aguacates, incluso los humildes garbanzos, que vienen de Méjico en su mayoría, tienen su huella ecológica, su coste para la naturaleza. Es imposible consumir (cocinar, en nuestro caso) sin que el medio ambiente se resienta. Pero queda hacerlo, de forma que se resienta un poco menos
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La artista australiana, Celeste Watson, acertó a plasmarlo de esta forma tan gráfica.
Los ecologistas añaden que al despilfarro económico se suma el medioambiental, puesto que el agua del grifo, perfectamente potable, llega a los hogares por cañerías, mientras que la embotellada se tiene que transportar en camiones, con los efectos contaminadores que eso supone. Además, se vende en botellas de plástico, que también contaminan lo suyo. Vamos, que no hay color.
Y de los aguacates ¿qué me dices?
Después del canto a la cocina de kilómetro 0 del último post, esta semana el menú se abre con un suculento “aguacate relleno de papaya”, dos frutos tropicales que, como el adjetivo indica, se producen en los trópicos, líneas imaginarias que no quedan, precisamente, en el radio de los famosos 100 kilómetros de la cocina de cercanías. Al menos, si medimos desde Madrid.
Pero no vienen de tan lejos: resulta que España es la gran productora Europea de aguacate. Estamos en plena temporada y todavía no hay datos, pero en la última cosecha se recolectaron aquí más de 50.000 toneladas de esta fruta, que se cultiva en las cálidas comarcas de la costa granadina y la Axarquía malagueña. No fue un año bueno. En algunos, se han llegado a recolectar más de 80.000 toneladas. O sea que, desde el punto de vista de la huella ecológica, el transporte no es el mayor problema. El problema es el agua, porque un fruto tan jugoso, no sale de la nada. Resulta que una hectárea de aguacates consume 6.000 metros cúbicos de agua al año, es decir 1.000 metros cúbicos más que un campo de golf. Por ello, porque no hay más agua, la plantación de aguacates se ha parado prácticamente, mientras en Europa crece su consumo crece de forma vertiginosa. Hace muy pocos años, uno de cada tres aguacates que se consumían en el viejo continente había crecido en Málaga y Granada. Ahora sólo uno de cada diez, a pesar de que nuestra producción no ha variado. El resto viene de México, Chile y Perú, países en los que se están produciendo deforestaciones masivas para cultivar aguacates. En fin, que no es fácil consumir de forma amigable con el medio ambiente. El agua, los aguacates, incluso los humildes garbanzos, que vienen de Méjico en su mayoría, tienen su huella ecológica, su coste para la naturaleza. Es imposible consumir (cocinar, en nuestro caso) sin que el medio ambiente se resienta. Pero queda hacerlo, de forma que se resienta un poco menos
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