4 de mayo de 2020

Para el calor, ensaladas



Hay pocas palabras cuya definición se le haya quedado más desfasada a la Real Academia Española que la de ensalada. Tan lacónica como de costumbre, la define como “conjunto de hortalizas, cortadas, mezcladas y aderezadas con sal, aceite, vinagre y otros ingredientes”. Parece que los doctos y sesudos académicos que elaboraron la entradan estuviera pensando en la ensalada clásica: lechuga, tomate y cebolla, que algunos llaman la tricolor. Como si no hubiera otras.
La académica definición está muy lejos de abarcar la inmensa variedad de ensaladas que se ha adueñado de nuestras mesas. Ni siquiera alcanza a delimitar las llamadas “ensaladas de la casa”, que sobre el lecho de la clásica suelen incluir una montaña de pimientos, espárragos, huevo duro, anchoas, escabeches, quesos, ahumados, jamón y todo lo que se le ocurre o tiene a mano a quien está a cargo de la cocina.
Sin llegar a tan barrocas mezclas, en las ensaladas puede caber casi todo si se tiene el arte de saberlo conjugar con el aliño o vinagreta, que es en realidad lo que hace que un conjunto de alimentos más o menos troceados pueda llevar el nombre de ensalada. Por cierto, la palabra, que tiene la misma raíz en muchos idiomas, se deriva de la expresión, “herba salata”, las verduras con agua (ese era todo el aliño) a las que tan aficionados eran los romanos.

Aquí cabe todo, si se le sabe aliñar 
Al pensar en ensaladas, lo primero que se no viene a la cabeza son hojas verdes, Pero, si recapacitamos un poco, aparece una cantidad casi interminable de posibles ingredientes. Más allá de lechugas, escarolas, canónigos, espinacas, tomates, pimientos, zanahorias y demás productos de la huerta, una ensalada puede llevar huevo duro, le va estupendamente el atún en escabeche y el queso puede ser protagonista en algunas de algunas de las más exquisitas. Por no hablar de las patatas, las pechugas de pollo picadas o los frutos secos. También cabe que sean protagonistas las legumbres (judías, garbanzos, lentejas) o la pasta cocida que, por el hecho de ser aliñada, pasa a la categoría de ensalada. Y, por supuesto, las frutas: naranja, melón, pera, piña y lo que la imaginación alcance. Todo cabe en la ensalada, si se sabe acomodar con un aliño como Dios Manda.
El aliño ha evolucionado mucho desde esos escuetos aceite, vinagre y sal de la definición académica. Ahora es fácil que incluya zumo de limón o lima, vinagre de sidra, vinagre de Módena (casi siempre un horrible sucedáneo), miel o soja. ¡Qué lejos de aquel dicho de nuestros abuelos! “Para hacer una buena ensalada -decían- hacen falta cuatro personas: un justo para la sal, un avaro para el vinagre, un generoso para el aceite y un loco que la agite”. Eso si el aliño, o como se llame en este caso, no es la mayonesa: entonces hace falta un mago para conseguir que ligue y no se corte.
Y si una va a un bufet, ya cabe hablar de ensalada a la carta. A mi me gustan sin embargo, esas ensaladas tradicionales: la campera, la ensaladilla rusa, la pipirrana, la de escarola con granada o con gajos de naranja y por supuesto la de lechuga, tomate y cebolla. Para las ocasiones, la César, la Waldorf o la Caprese, a la que dio nombre la isla de Capri y no un supuesto queso de cabra que algunos creen ver en la mozarela.
Antes del desarrollo de los invernaderos, la llegada de mayo era el anuncio de aparición de las ensaladas, tan ligadas a las hortalizas de verano. Ahora las podemos disfrutar todo el año y son una buena alternativa para los vegetarianos o gente que quiere mantener el tipo hasta el punto de que hay quien las ha convertido en plato único. Sería inimaginable hace años, cuando el genial Julio Camba, al pasar junto a dos personas que tomaban ensalada, sentenció. "¿Qué hay, señores? Poco apetito, ¿eh?".







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