23 de octubre de 2018

La Primera

La Primera, en este caso, no es una cadena de televisión. Ahora la tenemos oculta tras una de esas lonas enormes con publicidad que, periódicamente, envuelven las fachadas de las calles céntricas con el pretexto de la enésima restauración. Si no fuera así, la imagen nos indicaría que estamos ante una de las fotografías más reconocibles de Madrid: la de la esquina de Alcalá con Gran Vía, en el edificio que conocemos por el inquilino de su planta baja, la Joyería Grassy. Las que tenemos unos años, posiblemente hayamos ido a alguna boda al restaurante Sicilia Molinero, que hasta los años noventa estuvo instalado en la primera planta de este esquinazo. Ni con esa edad a la que nos referimos cuando decimos “unos años” recordaríamos el lujoso salón de té Molinero, que abrió sus puertas en 1917, cuando la Gran Vía todavía relucía de puro nueva.
Pues, en sitio de tanto abolengo está ahora La Primera, un restaurante que no podía llevar otro nombre, si tenemos en cuenta que está en la primera planta del número 1 de la Gran Vía.
La Primera llegó hace un año con muy buenas referencias, ya que es propiedad de la misma empresa que explota La Bien Aparecida, Cañadío (Madrid y Santander) y La Maruca. Con esos precedentes, si te sientas a su mesa, ya sabes lo que vas a encontrar: cocina tradicional sin atisbo alguno de esa fusión que, a veces, hace monótonos los menús. Cocina basada en un producto de primera calidad, un punto perfecto en su preparación y despojada de ese punto entre rural y cañí del que, a veces, pecan los restaurantes basados en la tradición.
Éramos varias personas y pedimos al centro de la mesa unas raciones de ensaladilla rusa, que resultó la mejor que he tomado en bastante tiempo. Tampoco desmereció nada la jugosa tortilla de patatas que pedimos para que probara Paula, la sobrina argentina, que comía con nosotros. Pero lo mejor fueron los buñuelos de bacalao, crujientes por fuera, cremosos por dentro y con un suave sabor al pez que le da nombre. Es una obviedad, pero hay tantas veces que de bacalao no tienen ni rastro…
Después, me pareció correcta la merluza a la Rula, una preparación en la que los sabores fuertes de la salsa quizá tapaban un poco la estupenda calidad del pescado que me sirvieron.
Rico, jugoso y tierno, el cordero al horno deshuesado que eligió uno de mis acompañantes. Perfecto de punto el tartar de novilla que pidió otro de ellos y muy bueno el Puntalete tratado como risotto, una forma apetitosa de preparar esta pasta. No encontré el toque diferencial a unos callos a la montañesa, por lo demás perfectos, pero sin nada que les distinguiese de los madrileños.
En los postres, carta muy corta que recupera los que han tenido éxito en los demás locales de la cadena: extraordinaria la tarta de queso “Cañadío” esponjosa y plena de sabor, que, por sí sola hubiera merecido el viaje.
Tampoco es enorme la carta de vinos, pero está muy bien elegida.
La decoración de la sala, de una sobriedad elegante y moderna, no lucía en el esplendor que debe tener cuando, por los ventanales, entre la luz del día, ahora velada por la lona que cubre la fachada. Por si lo anterior no fuera suficiente, la cuenta, unos 40 euros por comensal, vino incluido, es otro motivo más para volver.
 
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo Elena ; celebré mi cumpleaños ahí y coincido con tu comentario. Santi

Elena dijo...

Y como no me
e invitaste? jaja