3 de abril de 2018

Cuando platos y dulces de Cuaresma obligan a una penitencia extra en el gimnasio


Potaje de garbanzos, torrijas, hornazo, mona de Pascua… ¿Cuál es el plato por antonomasia de la Semana Santa? Es curioso que cuando la Cuaresma no significa nada especial para la mayoría de la gente y la Semana Santa es más sinónimo de vacaciones que tiempo de oración y penitencia, todavía siguen en el imaginario gastronómico colectivo esos potentes y calóricos platos y dulces que nacieron siglos atrás acompasados al calendario cuaresmal.
En esta España cada vez más laica, puede que ya ni los católicos guarden el ayuno y la abstinencia que corresponde a los viernes de Cuaresma, pero serán pocas las casas en las que, es esos cuarenta días, no se haya cocinado algún potaje. Guiso de tierra adentro, el potaje, con sus garbanzos, sus espinacas y su bacalao, era la solución cuando la ortodoxia vetaba la posibilidad de comer carne. Tiempos hubo, no tan lejanos, en los que pedir carne un viernes de Cuaresma en un restaurante suscitaba una respuesta cortante del camarero: “¿no sabe usted que es viernes? Aquí, hoy, no servimos carne”. El caso es que de esas penitencias culinarias nos ha quedado este estupendo plato al que el imaginario colectivo y nostálgico de los mayores eleva a la categoría de extraordinario y del que nadie se explica como casa con el ayuno y la penitencia de los días para los que se creó.
El potaje tiene en común con el resto de la gastronomía cuaresmal un elevado aporte calórico. Por ejemplo, la torrija: Pan empapado en leche endulzada, que se reboza con huevo, se fríe y se deja enfriar en almíbar. Los medidores de calorías saltan por los aires ante este dulce al que, si embargo, nadie es capaz de renunciar en estos días. Y qué decir de los hornazos, esos bollos de aceite coronados por uno, dos o varios huevos cocidos con su cáscara. Es más dulce pascual, por lo que cabe decir que, al menos, no trasgrede las normas cuaresmales, pero también se deja sentir en la báscula. Dulce de celebración, en algunos pueblos era costumbre que el chico, que había oficializado su noviazgo con una chica, encargase para ella un gran hornazo con, al menos, una docena de huevos. Si alguien quiere buscarle segundos significados, es libre.
Se consumía en el campo, en una alegre merienda, aprovechando los primeros asomos de la primavera.
En las zonas de Levante, esa forma del hornazo se llama mona de Pascua.
Otros hornazos, no menos sabrosos, encierran en la torta buenos trozos de chorizo, tocino o jamón, que al calor del horno terminan por impregnar a todo el pan con su grasa. Grasa que le da un sabor especial, pero que no se disuelve por arte de magia al comerla: en algún sitio se queda.
Más fino es el huevo de Pascua, que supone todo un trabajo artesanal para dar colorido a estos huevos cocidos (nada que ver con un Kinder) cuya cáscara se decora con filigranas de mil colores y que siempre han hecho las delicias de los niños, a los que es costumbre que se los regalen tíos, padrinos y demás parientes.
Si cuando un día de estos vayas al gimnasio te encuentras con que es especialmente difícil coger sitio en la bicicleta o en la cinta de running, puedes imaginarte a qué se debe.
Posiblemente, tú hayas pensado también en hacer unos minutos más de ejercicio para que se te perdonen los pecados.

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