15 de mayo de 2018

El postre como bálsamo para instintos asesinos

Sólo un arroz con leche de nota impidió que pegara fuego al restaurante. Mi instinto pirómano lo había desatado una comida que podría ser el paradigma de lo que no debe servirse en una mesa. Comenzamos con unos trigueros que se nos anunciaron como recién recogidos en el pueblo vecino, pero que, por aspecto, sabor y textura, delataban que venían del híper barato más próximo. Sobre los espárragos, a modo de faja, se había vertido con excesiva generosidad una salsa rosácea de sabor difícil de definir entre la que aparecían unas gambas peladas de la última división de la sección de congelados del mismo híper.
A mi acompañante no le fue mejor con sus migas al estilo de la población, por lo demás muy bonita, en la que tiene su sede la mentada casa de comidas. Estaban casi empapadas en agua, como si el pan fuera un preparado para salmorejo, reconducido a la sartén, en la que recibió “vuelta y vuelta”. El aderezo no estaba mal, pero la textura del pan mojado quitaba las ganas de pasar del primer bocado. Cuando para el segundo pedí el pescado del día, me imaginaba que podría saltar la sorpresa positiva: al fin y al cabo, recalamos en el restaurante porque alguien, a quien, no obstante, no guardo rencor, nos lo había recomendado. Pero, en aquel sitio no había lugar para la esperanza: salmón de piscifatoría, pasado de plancha, con unas hojas de lechuga sobre las que se habían vertido, con afán decorativo de alta cocina mal aprendido de Master Chef, unas gotas de vinagre de Módena, pero se habían olvidado el aceite.
El entusiasmo de la cocina por el emplatado “artístico” tuvo continuación en el contundente cilindro de huevos rotos que trató de comerse mi acompañante. Era un amasijo de patatas fritas reblandecidas que se habían mezclado con el huevo frito, removiendo sin escatimar esfuerzos. Varias lonchas superpuestas de jamón de bodega coronaban el cilindro, que, gracias a la trabajada elaboración, no se desmoronaba por más que se le metiera el tenedor.

El arroz con leche
Mis experiencias con el arroz con leche son poco alentadoras. Suele estar deslavazado, a veces con grano duro y, casi siempre, excesivamente frío. Pero me gusta tanto que, a pesar de los fracasos, lo sigo pidiendo si figura en la carta. Después de lo ocurrido con los platos que precedieron, era casi una temeridad, pero me armé de valor y, casi temblando, esperé a ver que salía de la cocina. Y se obró el milagro con uno de los arroces con leche más deliciosos que he comido en años: meloso, con la textura de grano perfecta y el punto de dulce ideal. Quizás estaba un poco fresco (a mí me gusta del tiempo) pero sin los excesos de nevera habituales en casi todas partes.
Perdoné la pira del local, que además estaba lleno, y cuando el camarero me preguntó si me había gustado la comida, mentí. Veinte euros cada menú hubiera sido un precio razonable a poco que la cocina se hubiera portado, pero esta se merece una visita de Chicote.
Tengo por norma no hablar aquí de los sitios en los que he comido mal. Al fin y al cabo, se trata de mis gustos y luego te encuentras con que TripAdvisor los valora mucho. Así que, diré el pecado, pero no el pecador.
 
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