14 de mayo de 2012

Mercados

Hace poco leí, en uno de esos periódicos gratuitos que dejan en el buzón, que los comerciantes de no sé qué mercado de Alcorcón proponían, como salida a su caída de ventas, hacer algo en la línea del Mercado de San Antón.
La apertura, hace unos años, del exitoso Mercado de San Miguel, en realidad un macrobar de calidad lleno hasta arriba en todo momento, supuso un antes y un después en la historia de los mercados madrileños, que malvivían en su mayor parte, arrasados por las grandes superficies, que en Madrid nacen casi a diario.
Tras el de San Miguel, le tocó la transformación al de San Antón, en pleno barrio de Chueca. La mezcla de supermercado, mercado clásico de calidad, bares y restaurantes, envuelto todo en diseño de calidad, ha resultado otro éxito y ahora todo el mundo quiere imitarlo. Seguramente, no es posible. San Antón, por el sitio donde se ubica y el tipo de clientela, no es fácilmente repetible. Pero parece que ha servido de estímulo.
Hay otros mercados renovados. El del Alto Extremadura (así, en castizo, sin preposición) hace poco que se ha reestrenado.
El Mercado de los Jesuitas (así lo llaman en el barrio) es un mercado humilde, para una clientela sin mucho poder adquisitivo, que parecía condenado a la piqueta. Pero ha hecho un cambio radical, basado en la idea de que si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. Ha permitido que en una de sus dos plantas se instale un supermercado de una gran superficie y en la de abajo siguen los puestos de siempre: las carnicerías, las pescaderías, las pollerías, las casquerías, las fruterías... Hasta una tienda de productos rumanos. Así se complementan. El supermercado atrae a la clientela y el mercado le ofrece esos productos frescos, cortados y pesados al gusto, que la gran superficie no vende tan bien.
Parece que todo marcha en un mercado con la cara lavada, los puestos relucientes de nuevos y bien presentados, donde los clientes, al menos el día que yo estuve, acuden masivamente.
Algo parecido ha hecho el Mercado de Torrijos, en un barrio, el de Salamanca, de condiciones muy diferentes al del Alto Extremadura. Se repite la fórmula: supermercado, en un barrio donde hay pocos, junto con los tradicionales puestos del mercado de toda la vida, envueltos en diseño. También parece que les va muy bien y en la mañana que lo visité había una gran animación aprovechando que se acerca San Isidro. Hasta los carniceros iban vestidos de chulapos. En Torrijos, siguiendo la moda, hay bares donde degustar algunas de las cosas que vende el mercado, e, incluso, una escuela de cocina. Todo sea por atraer a la clientela.
Y lo último, en esta ola de renovación del mercado madrileño, se llama Isabela y está en el paseo de la Habana. No se puede decir que es un mercado. Allí en la pescadería no te limpian la merluza, ni en la carnicería te cortan la babilla en filetes. Es algo muy diferente. Son dos plantas, llenas de pequeños puestos, -no creo que ninguno llegue a los dos metros- que ofrecen toda suerte de exquisiteces. En realidad, es una gran tienda gourmet dividida en pequeños puestos clonados, todos iguales, con dependientes uniformados de diseño. Los clientes pueden ir allí a tomar unas ostras con champagne francés, y volver a casa con una paella recién hecha, o unos percebes o unos quesos de la mayor calidad y precio. Digamos que sólo tienen delicatessen, pero la variedad es enorme.
Afortunadamente la vida parece volver a los mercados. No está escrito que estén condenados a desaparecer. Se trata de que se muevan y busquen su hueco. Y es deseable que lo encuentren. Si no pudiéramos comprar los productos frescos de calidad de los mercados, ¿qué íbamos a cocinar?
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